Mié 14.12.2005
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CINE › OPINION

Virtudes de un sombrero

› Por Luciano Monteagudo

“¿Fassbinder? No uso...” Con este tipo de epigramas –lapidarios, cáusticos, pero de una ironía que, para quien supiera apreciar, también iba dirigida hacia sí mismo–, Homero Alsina Thevenet solía dejar sentada rápidamente su posición frente al cine y el periodismo, las dos pasiones a las que se dedicó durante 65 años ininterrumpidos, hasta su muerte, el domingo pasado. La síntesis, la agudeza, la velocidad, el humor eran parte indisoluble de su estilo, en su prosa y en su vida.
Las vanguardias nunca fueron lo suyo. Siempre iba a preferir un clásico de la talla de John Ford, Jean Renoir, Eisenstein, Fellini o William Wyler (una debilidad típicamente uruguaya) a un Cassavetes, Pasolini o Godard. Pese a que fue su contemporáneo, la nouvelle vague en general y la teoría del autor en particular siempre fueron sus adversarios, porque “Sombrero” –como le decía su amiga China Zorrilla, en honor a sus célebres iniciales HAT– estuvo eternamente convencido de que el cine era un arte colectivo y un fenómeno complejo, que involucraba mucho más que la figura de un director. Pero esa convicción (casi un dogma) nunca le impidió, como editor, abrir sus páginas a quien pensara lo contrario –sobre todo si pertenecía a las nuevas generaciones: la juventud siempre rodeaba al maestro que en esencia era Homero– y defendiera sus ideas con rigor y transparencia.
Tampoco le impidió ser el primero en descubrir el talento individual, como sucedió en 1952 con el sonado caso Bergman (cuando todavía no era reconocido en Europa) o en 1964 con Leonardo Favio. “Crónica de un niño solo es sincero, distinto, fuerte, lo que muy rara vez puede decirse de un film argentino”, escribió con su franqueza habitual cuando la opera prima de Favio no había llegado aún a las salas y necesitaba de un impulso. Su postura, rabiosamente independiente, le permitía hacer juicios muy lúcidos y contundentes (y a veces también muy divertidos) sobre el cine argentino, porque nunca integró ningún clan, no aceptó ningún canon ni pretendió hacerse amigo de nadie.
En los tiempos siempre difíciles que le tocaron (y que en algún momento lo llevaron al exilio a Barcelona), desde la prensa y desde sus libros, batalló incansablemente contra la censura, fuere del signo ideológico que fuese. En alguna oportunidad también él la sufrió en carne propia, pero fiel a su lucha contra toda infección sentimental –que lo llevó incluso a escribir la necrológica de su amigo Emir Rodríguez Monegal a la manera de la Enciclopedia Británica– nunca se quejó. Prefería en cambio seguir marcando un rumbo, como un faro. Como cuando escribió Algunas sugerencias para periodistas modestos, donde resumía su credo: “Recuerde quién es el dueño de su prosa. No es usted. No es su jefe de redacción, ni su director, ni el administrador del diario o semanario. Es su lector”.

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