CINE › EL NUEVO PERFIL “COSMOPOLITA” DE LA ENTREGA DE LOS OSCAR
La 81ª ceremonia del premio se pobló atípicamente de ingleses, franceses, españoles, alemanes y sobre todo indios, que agradecieron sus estatuillas en bilingüe. ¿Es sólo un maquillaje para recibir a la era Obama o una apertura al mundo?
› Por Horacio Bernades
“En el mundo vivimos todos mezclados, y eso debe verse reflejado en el cine”, resumió entre bambalinas, estatuilla en mano, una Penélope Cruz convertida en inesperada vocera del espíritu de la noche del domingo. Como nunca antes, en la 81ª edición del Oscar el escenario del Kodak Theatre de Los Angeles se llenó de artistas, realizadores, productores y técnicos ingleses, franceses, españoles, alemanes, japoneses y sobre todo indios, todos ellos levantando sus Oscar y agradeciendo en bilingüe. Más que la entrega de los Oscar parecía un plenario de la ONU, presidido por una delegación de Bollywood. En tren de interpretaciones apuradas, más de un bienintencionado podría colegir que Hollywood y la Academia se hicieron finalmente eco de los reclamos de diversidad, democratización y solidaridad internacionalista que Penélope Cruz y el resto del mundo les venían reclamando desde hace milenios. ¿Es realmente así o se trata sólo de una exótica línea de maquillaje, que la vieja reina acaba de incorporar a su boudoir para lucir como nueva?
Lo que Hollywood consagró el domingo fue la primera década de su Gran Salto A La Globalización. Que tiene una fecha fundacional: febrero de 1999. Ese año, la gran ganadora fue, con siete Oscar, la coproducción británico-estadounidense Shakespeare in Love. Ahora, el Gran Salto acaba de hacer eclosión. No son sólo las ocho estatuillas ganadas por Slumdog Millionarie, filmada en la India, con elenco íntegramente de ese origen y financiación, dirección y guión británicos, sino también las otorgadas a Kate Winslet (hija dilecta del poblado inglés de Berkshire), el australiano Heath Ledger y la madrileña Penélope Cruz. Además, la ganadora al mejor documental fue la británica Man on Wire (que tiene por protagonista a un equilibrista francés), el mejor corto live action es alemán (James Franco no pudo pronunciar el título, dando lugar a las risotadas de su compadre Seth Rogen) y el mejor corto de animación, japonés y ambientado en Francia. Todo ello, como colofón de una ceremonia que por primera vez condujo un extranjero, el también australiano Hugh Jackman. Y que contó con un número musical coreografiado por su compatriota Baz Luhrmann.
El lector progre se estará preguntando, con todo derecho, si esta nota no será un poquito xenófoba. Porque dónde está lo malo de que –inaugurando tal vez la era Obama en su versión cinematográfica– Hollywood se abra al mundo y no le pida a nadie visa de entrada. Que, al contrario de lo que sucede hasta ahora en las hipervigiladas aduanas de su país, no sólo no se cachee a los migrantes de piel oscura, sino que encima –ejemplo de desprejuicio racial, de integración internacional, de antidiscriminación militante– se los premie, aplauda y vive, como acaba de suceder con varios miembros del equipo creativo de Slumdog Millionaire. No es tan sencillo, hay una trampita: para poder gozar de todos esos beneficios es necesario someterse primero a uno de tres tratamientos posibles. El primero es dar lástima, dándole de comer al monstruo de la corrección política y el samaritanismo imperial. El segundo, actuar de extranjero, reforzando, si es posible hasta la caricatura, los rasgos estereotípicos del folklore nacional. El tercero es el contrario del segundo: se trata de lo que podría denominarse “cipayismo estético”, consistente en borrar toda marca identitaria y mimetizarse con el modelo hegemónico. Que es, por supuesto, el impuesto por Hollywood.
Ejemplos de la primera vía: la película india de chicos de la calle Salaam Bombay, Oscar al Mejor Film Extranjero 1989 (y precedente sobrio de Slumdog Millionaire), y, por qué no, La historia oficial, con su drama de desaparecidos y otros horrores bananeros. Segunda vía: las españoladas de Almodóvar, el macho ibérico de Javier Bardem (nominado en 2001, ganador en 2008), la neo-Carmen que Penélope Cruz compone (no sin gracia, debe reconocerse) en la película de Woody, y por la que acaban de premiarla. Ejemplo soberano de la tercera vía (a la que también apuestan, con menos éxito, los brasileños Walter Salles y Fernando Meirelles) es el mexicano Alejandro González Iñárritu, con películas como 24 gramos (dos nominaciones en 2004) y Babel (siete, en 2007). Pero, claro, no hay nada más redituable que ponerse los tres disfraces a la vez. Así lo demuestran Ciudad de Dios (cuádruple nominada en 2004) y, ahora, la triunfal Slumdog Millionaire. Ambas ejercen sin asco la pornografía de la miseria (opción 1) y refuerzan todos los clichés habidos y por haber sobre sus respectivas culturas (opción 2), adoptando las fórmulas propias del cine dominante, tanto en términos dramáticos como narrativos y visuales (opción 3). Con lo cual la aparente apertura se revela como rostro amable de la hegemonía imperial. O académica, si es que lo otro suena demasiado setentista.
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