Vie 13.03.2009
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CINE › LA VENTANA, DE CARLOS SORIN, CON ANTONIO “TACO” LARRETA

“Cuando huye el día”, versión criolla

La nueva película del director de Historias mínimas resigna los viajes, esenciales hasta ahora en su obra, y se ata a un personaje octogenario para hablar del paso del tiempo, la espera, la sensación de vacío y la inminencia de la muerte.

› Por Horacio Bernades

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LA VENTANA
Argentina/España, 2008.

Dirección: Carlos Sorín.
Guión: C. Sorín, con la colaboración de Pedro Mairal.
Fotografía: Julián Apezteguía.
Intérpretes: Antonio Larreta, Arturo Goetz, Luis Luque, Jorge Díez, Carla Peterson, Roberto Rovira, María del Carmen Jiménez y Emilse Roldán.

La ventana es la primera película sedentaria de Carlos Sorín: no hubo, hasta ahora, film del autor de La película del rey que no narrara un viaje. Un viaje físico, el traslado de un lugar a otro: nada de metáforas. Entreviendo tal vez la necesidad de un cambio, Sorín parece haberse “atado”, por una vez, a las patas de la cama. En sentido literal: el protagonista de La ventana, escritor octogenario, viene de sufrir un infarto y está obligado a guardar reposo. Eso no quiere decir que lo haga: como si ninguno de los dos pudiera con su genio, en algún momento Sorín levanta al viejo de la cama y lo echa a andar.

Don Antonio (el escritor, dramaturgo y guionista uruguayo Antonio “Taco” Larreta) no es, por lo visto, un escritor cualquiera: en una dedicatoria, Borges lo califica de “promesa literaria”. Sin embargo, don Antonio se refiere a La invención de Morel como “el mejor cuento (sic) de Bioy Casares”. Imperdonable o no esa gaffe, los problemas del nuevo film de Sorín pasan por otro lado. Como los cuentos de Anton Chejov, que en algún momento lee don Antonio, La ventana (cuyo guión contó con la colaboración del escritor Pedro Mairal) aspira a hablar del paso del tiempo, la espera, la sensación de vacío, la inminencia de la muerte. En Chejov, esos temas se desprenden del relato. Aquí los expresa el tic-tac de un tremendo reloj de pared, que se oye amplificado, en la habitación del paciente y de una punta a otra de la película.

Siguiendo al autor de La gaviota, Sorín arma su relato mediante una serie de microrrelatos, que deberían ser aleatorios sólo en apariencia. Por un lado, la llegada inminente del hijo de don Antonio (excelente Jorge Díez), músico consagrado que vive en Europa, cuya distancia del padre no se mide sólo en kilometraje. Por otro, el arribo de un afinador de pianos (Roberto Rovira), a quien don Antonio ha llamado para complacer al hijo. Mientras tanto, el ama de llaves y la mucama se esmeran en atender al patrón (la vieja mansión campestre es digna de Bioy Casares). A esas líneas de relato se suman la visita del médico de cabecera y amigo del paciente (Arturo Goetz), de un deudor (Luis Luque) y finalmente del hijo y la tilinga de su pareja, que en pocos minutos, gracias a su obsesión por el celular, logra volverse perfectamente insoportable (en su debut cinematográfico, a Carla Peterson le sale redonda).

Pero lo que debería parecer aleatorio aquí lo es, quedando varios de esos microrrelatos como piezas sueltas, desprovistos de otro sentido que no sea el literal y estorbados por el lastre del naturalismo televisivo (la actuación de Rovira) y el exceso costumbrista (la de Luque). Sí circula subterráneamente, y con verdadero magnetismo, la corriente de afectos que liga a don Antonio con su ama de llaves y su mucama. En la elección y dirección de las no-actrices María del Carmen Jiménez y Emilse Roldán, el realizador de Historias mínimas confirma que, así como tiende a dejar librados a los actores profesionales a virtudes y vicios (Goetz y Peterson en el primer caso; Luque, en el segundo), tiene un ojo y mano privilegiados para los que no lo son.

No es que La ventana carezca de méritos. Magníficamente fotografiada por Julián Apezteguía, la película tiene un tempo propio y un clima logrado. En un anochecer solitario, la silueta del hijo de don Antonio se recorta ante la puerta de calle, el cielo apagándose al fondo, como tal vez se esté apagando la vida del padre. El tratamiento del espacio, en la secuencia de la fuga de don Antonio, es altamente infrecuente para el cine argentino. Justificando el título, la secuencia se abre con una ventana desplegada de par en par, que deja entrar el aire y la belleza de allá afuera. Desobedeciendo órdenes, don Antonio se aventura a campo traviesa, cargando el suero, en una imagen como de sueño. Tal vez quiera entrar en comunión con el paisaje, por última vez. Pero el paisaje lo ignora. Aunque recuerde demasiado a Cuando huye el día (y a la agonía de Van Gogh en Sed de vivir), es un momento bello, hondo y magnético, que se eleva soberbiamente sobre la heterogénea materia de La ventana.

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