CINE › EL REALIZADOR GEORGIANO OTAR IOSSELIANI HABLA DE JARDINES EN OTOñO
Así define el director de Hogar, dulce hogar su nueva película, premiada en el Festival de Mar del Plata y que llega mañana a la cartelera porteña. “La avidez de poseer cada día más es un componente esencial del mundo moderno”, afirma Iosseliani.
› Por Noelle Demichet
Tal vez Otar Iosseliani haya tenido su momento de gloria en Argentina un lustro atrás, cuando el Bafici porteño proyectó su obra casi completa. Antes de eso, de la docena de largometrajes que constituyen su filmografía se habían estrenado sólo dos: Y la luz se hizo, a comienzos de los ’90, y Hogar, dulce hogar, diez años más tarde. Y eso fue todo. Mañana jueves, el cineasta georgiano volverá a la cartelera porteña con el que es hasta el momento su film más reciente. Se trata de Jardines en otoño, que dos años atrás participó de la competencia oficial del Festival de Mar del Plata, llevándose de allí el Premio Especial del Jurado.
Como todo el cine de Iosseliani (Tbilisi, 2-2-34), Jardines en otoño es un film celebratorio. En este caso, lo que se celebra es la libertad del poder. Pero no la de alcanzarlo, sino la de perderlo. El protagonista es un ministro francés (Iosseliani vive en Francia desde comienzos de los ’80) que, obligado a renunciar, descubre que la vida allá afuera había resultado mucho más gozable que la que estaba habituado a llevar. Fábula sencillísima, de esas que se expresan en una sola frase, Jardines en otoño parecería hecha de aire. El aire de la libertad que se respira en cada plano y que puede representarse, a la manera del cine mudo, con una comicidad física y directa. Como cierto momento en que Vincent se calza unos patines y da la impresión de convertirse, a lo largo de toda una escena, en émulo de Clouseau. Pero también el aire que la cámara parecería atravesar en cada uno de los fluidos planos secuencia –marca de fábrica del autor– que hacen de Jardines en otoño un film coreográfico, tanto como los de Iosseliani saben serlo.
Finalmente, la libertad que implica tomar a un monumento viviente del cine francés, como Michel Piccoli, y darle el papel de... mamá del protagonista. Tal vez lo más sorprendente sea el aire de dignidad que irradia esa interpretación, alejada por completo de la caricatura, la farsa o la parodia. Piccoli es, en Jardines en otoño, una vieja dama digna, a la altura de ese viejo caballero digno que es Otar Iosseliani.
–¿Hay, en el personaje del político, alguna referencia intencionada a algún personaje real o, por el contrario, lo que pretendía era que todo fuera desembozadamente ficcional?
–No pretendí aludir a cuestiones o personajes concretos. Sí me interesaba hablar de algo que tal vez sea un componente esencial del mundo moderno: la sed de poder, la avidez de poseer cada día más. Jardines en otoño es una parábola sobre esta tentación, a la que todos nos vemos confrontados, más tarde o más temprano. Es una mecánica cuyo funcionamiento puede verse con claridad en la clase política de la actualidad, gente que construye su camino al poder de modo encarnizado, desenfrenado. Y terminan en un fiasco. No me parece que sean del todo normales, psicológicamente hablando. Quieren pasar por lúcidos, pero la verdadera gente lúcida suele mantenerse al margen del poder.
–Usted definió Jardines en otoño como una parábola. ¿Qué relación guardaría con la realidad?
–Desde Esopo en adelante, las fábulas siempre refirieron a la realidad. Las zorras, los lobos y los corderos son metáforas, muy sintéticas y concentradas. La fábula es la forma a la que acudo en todas mis películas. La diferencia con las anteriores –Hogar dulce hogar y Lundi matin– es, en tal caso, que aquéllas permanecían dentro del ámbito de lo familiar. Aquí amplifiqué un poco el foco, dejando entrar lo social.
–¿Cuál fue el punto de partida?
–Quería hablar sobre alguien de la clase dirigente, pero de manera muy abstracta. Se sabe que el protagonista es ministro de algo, pero no se sabe de qué. En verdad, la primera idea para la película se me ocurrió un día que concurrí al Ministerio de Cultura de Francia, cuando François Léotard sucedió a Jack Lang. El edificio estaba vacío, en espera de los nuevos ocupantes, y todo estaba en desorden, con papeles por todos lados, máquinas, escritorios. Me imaginé que así sería cada transición de un gobierno a otro, y eso es lo que volqué en las primeras escenas de la película.
–Usted tiende a trabajar con actores desconocidos. Esta vez hizo una excepción y convocó a Michel Piccoli.
–¡Sí, pero para hacer de vieja dama! (Risas.) En verdad les escapo a los actores conocidos, porque me parece que traen consigo el peso de su fama, de su personalidad, y yo prefiero librar a mis personajes de ese peso.
–¿Cómo se le ocurrió darle el papel de señora nada menos que a una estrella del porte de Piccoli?
–La actriz que suele hacer de señora en mis películas, Narda Blanchet, no estaba en condiciones de afrontar el papel. En Piccoli había pensado originalmente para hacer de amigo del protagonista. Durante una charla me comentó lo bella que le parecía Narda, y entonces se me ocurrió la idea de que hiciera él de Narda. Aceptó de inmediato. Le pusimos una peluca, anteojitos... et voilà, ¡Piccoli convertido en dama elegante!
–También se dio un papel a sí mismo.
–Sí, porque mi rostro no le dice nada al espectador, y eso es lo que me interesa de un actor. Como el protagonista, Séverin Blanchet: lo elegí porque no dice nada en especial. Asumí mi papel porque no encontraba el actor indicado. Pero no se crea que me gusta actuar. Es muy complicado hacer las dos cosas a la vez.
–Usted mencionó las fábulas de Esopo, y es curioso, porque sus películas suelen estar llenas de animales. Esta no es la excepción.
–Uso a los animales como reflejo de los personajes. Aquí, el nuevo ministro posee un cheetah, animal tradicionalmente identificado con la corte y la realeza. Sin embargo, rápidamente lo meten en una jaula, signo de que es fácil ponerle bozales al poder.
–En una escena, un asno pequeño le da a uno grande una coz en el culo.
–Bueno, es que los animales tienen también sus costumbres, al margen de las de los hombres. Hay también un ave, que pasa de un ministro a otro, como símbolo del poder. Cuando Vincent deja el poder, deja el ave, y su sucesor rápidamente se la apropia, del mismo modo en que se apropia de todo: los ceniceros, las cigarreras...
–Esta circulación de objetos, que pasan de mano en mano, es algo que reaparece en todas sus películas.
–Es así como debe ser, me parece. Yo, en mi vida personal, trato de no poseer objetos, de no aferrarme a ellos.
–Una característica de su estilo son los largos planos secuencia, en los que la cámara se pasea de un ambiente a otro. ¿Esto es producto de su amor por el vagabundeo?
–Cuando preparo una película dibujo el story board, plano a plano. Eso me permite diseñar de antemano esos largos planos secuencia, de modo tal que después se puedan filmar de corrido, porque para mí es fundamental mantener el ritmo. Como la escena donde Vincent sale a patinar y se choca con una señora, después con una bicicleta, con la puerta de un auto que se abre inesperadamente... Todo eso hay que filmarlo sin cortes ni interrupciones, manteniendo un ritmo adecuado.
Traducción, selección e introducción: Horacio Bernades.
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