CINE › JARDINES EN OTOñO, DIRIGIDA POR EL GEORGIANO OTAR IOSSELIANI
En un film que es una pura celebración de la libertad, el director retrata a Vincent, un despreocupado funcionario de gobierno moviéndose en un mundo parecido a un zoológico. El reparto incluye la deliciosa labor de un Michel Piccoli travestido.
› Por Luciano Monteagudo
Se diría que el cineasta georgiano Otar Iosseliani (radicado en París desde 1980, cuando la censura de la ex Unión Soviética lo empujó a probar suerte fuera de su país) es un subversivo discreto, alguien capaz de ir en contra de algunos de los valores más encarnados de la cultura occidental del siglo XX –la sobreestimación moral del trabajo, el endiosamiento del poder–, pero siempre con una sonrisa, ajeno a cualquier crispación, como si en esa forma amable y distendida que es la marca de su cine se encontrara la clave de su irrisión.
En su film inmediatamente anterior, Lundi matin (2002), que coronó una retrospectiva integral que le dedicó la cuarta edición del Bafici, Iosseliani ya proponía la pequeña fábula de un hombre cansado de la triste rutina de cada día, que tiene de pronto la oportunidad de viajar a Venecia y no la desaprovecha, dejando todo atrás: trabajo, casa, familia. Ahora, en Jardines en otoño, el director ensaya una suerte de variación sobre el mismo tema, pero ampliando su espectro al mundo de la alta política, al que Iosseliani mira con divertida curiosidad, como si estuviera frente a un pequeño zoológico integrado por una fauna tan colorida y exótica como ridícula.
Vincent (Séverin Blanchet, un amigo de Iosseliani que aquí debuta como actor) es un ministro de gobierno de mediana edad que no parece prestar demasiada atención a los requerimientos de su cargo. En la intimidad de su despacho prefiere jugar a las cartas con su secretario o practicar la calistenia antes que firmar tediosos expedientes. Tiene, comme il faut, una amante de una elegancia equivalente a su frivolidad, cuya principal ocupación consiste en gastar fortunas en ropa. Pero una enardecida manifestación popular, que toma las calles por asalto, precipitará su caída, que Vincent no toma con preocupación, sino más bien como la oportunidad de reencontrarse con su barrio y sus amigos, a quienes tenía un poco olvidados.
Como en toda su obra previa, no hay nada dramático en el film de Iosseliani, que es pura celebración: del ocio, el sol, el vino y la amistad. De hecho, la forma del film responde a su contenido. Jardines en otoño discurre con la misma libertad y la misma calma con que Vincent encara su nueva vida. No hay nada de naturalismo, tampoco, en el cine de Iosseliani, que elige en cambio un universo poético naïf cercano al de las fábulas: todo es fácilmente reconocible y, al mismo tiempo, está visto con un extrañamiento que le permite al director señalar vicios y virtudes como si estuviera tratando, a la manera de Esopo, con una excéntrica colección de animales parlantes. En este sentido, no es casual que junto a los personajes siempre aparezcan en escena todo tipo de bestias, desde un ave tropical hasta una chita, que no desentonan en el elenco.
Una breve escena cómica, a manera de prólogo, ya determina de entrada el tono del film: tres señores mayores (entre quienes se distingue Pierre Etaix, quizás el último representante de la comedia muda) se pelean en una funeraria por adquirir el mismo modelo de féretro. Esa misma fatuidad se percibirá luego en los pasillos y oficinas del ministerio, en los desplantes de la amante de Vincent y en los rituales con que su envanecido sucesor toma posesión del despacho. Las ceremonias y los protocolos son vistos por Iosseliani con un humor eminentemente visual, con gags simples pero significativos, como ese en el cual dos guardaespaldas, mimando los gestos de reciprocidad de sus ministros, intercambian amablemente sus armas.
Hay una celebración de la anarquía y la libertad en Jardines en otoño que, sin proponérselo, viene a cuestionar el rígido determinismo del cine contemporáneo, tan afecto a la concatenación de causas y efectos y al enlace fatal de acontecimientos. Aquí, por el contrario, impera el azar, la estructura episódica, el absurdo, que Iosseliani a su vez maneja de manera impecable, con planos secuencia en los que la cámara no se desplaza demasiado pero que contienen un infrecuente movimiento dentro del cuadro, como si el director lograra coreografiar la irracionalidad del mundo.
Párrafo aparte merece el gran Michel Piccoli, que compone a la madre de Vincent con una insólita naturalidad, enfundado apenas en un vestido y una peluca que, lejos de darle un carácter grotesco, acentúan, gracias a su inmenso talento, una cierta clase de ternura.
8-JARDINES EN OTOÑO
(Jardins en automne, Francia/Italia/Rusia, 2006)
Dirección: Otar Iosseliani.
Fotografía: William Lubtchansky.
Música: Nicholas Zourabichvili.
Edición: Otar Iosseliani y Ewa Lenkiewicz.
Diseño de Producción: Yves Brover y Emmanuel de Chauvigny.
Intérpretes: Séverin Blanchet, Jacynthe Jacquet, Otar Iosseliani, Lily Lavina, Denis Lambert, Michel Piccoli.
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