CINE › THE READER - EL LECTOR, SOBRE LA NOVELA DE BERNHARD SCHLINK
La gigantesca capacidad de interpelación de la novela de Schlink, que apela a la conciencia individual de cada lector, sale indemne de esta cuidada versión cinematográfica, que la transmite con cierta falta de vuelo, pero sin obstruir.
› Por Horacio Bernades
¿Puede un criminal de guerra tener la osadía, o la torpeza, de reconocer sus crímenes en juicio público? ¿Se puede enviar gente cotidianamente a la muerte y, al mismo tiempo, conmoverse hasta las lágrimas por una novela? ¿Arrepentirse de los crímenes cometidos sirve de absolución? ¿La sensibilidad artística redime de ellos? Se comprende que cuando Der Vorleser se publicó por primera vez en Alemania, a mediados de la década pasada, haya dividido la nación entera entre el elogio y la acusación. La novela de Bernhard Schlink, que en inglés se publicó como The Reader y en castellano, como El lector (la editó Anagrama), se hace la clase de preguntas que la razón pragmática aconsejaría no hacer. En su ambición casi quirúrgica por la verdad más incómoda, Schlink, que no carga sobre sí con la menor sospecha de connivencia ni de negacionismo, toca el nervio más sensible de la memoria reciente de la humanidad: el del genocidio nazi. Y lo hace sin anestesia.
Siendo El lector una novela sobre el peso de lo vivido, estructurada en capas temporales, al adaptarla al cine el guionista británico David Hare (el de Plenty, Damage y Las horas) le sumó un tiempo más: el presente. Tiempo narrativo que Schlink reserva apenas para las dos páginas finales, y que aquí es la plataforma misma desde la cual el pasado se dispara. El gesto del juez Michael Berg (Ralph Fiennes), en las primeras escenas, avisa que no va a ser arrastrado por gusto hacia ese pasado, sino que es éste el que se impone sobre él y no le da lugar a escape. En ese presente que la película fija, como la novela, en 1995, el doctor Berg vive en un mundo aséptico, como si temiera contagiarse de algo. Se comprenderá más tarde que no es contagio lo que teme sino la pura y simple culpa, que hasta ese momento intentó mantener enterrada. Un primer racconto lo lleva hasta 1958, cuando tiene 15 años y conoce a Hannah Schmitz (Kate Winslet, a quien convertirse visiblemente en otra seguramente la llevó al Oscar).
Dividida en tres movimientos, el primero de ellos narra la iniciación amorosa y sexual de Michael (David Kross) a manos de Hannah. Un par de décadas mayor, desde el momento en que lo seduce la mujer no dejará de llevar la iniciativa de la relación. Relación que no excluye cierto ribete de ama y esclavo, con este último leyendo, en voz alta y por exigencia de aquélla, clásicos literarios. Por qué Hannah le pide eso es como el mcguffin de The Reader, un secreto que importa menos en sí mismo que como disparador dramático. Diez años más tarde, Michael ha dejado de ver a Hannah. Uno de sus profesores de derecho (Bruno Ganz) lo lleva, junto con un grupo de compañeros, a presenciar el juicio público a seis mujeres, ex guardiacárceles de Auschwitz. Una de ellas resulta ser Hannah. Corazón del relato, es allí donde Schlink dispara todas las preguntas que lo mueven, y que, en la novela, la primera persona acentúa, junto con ciertas referencias autobiográficas.
Como si fuera una representación a escala de Alemania entera, la banalidad del mal de la que hablaba Hannah Arendt parecería transmitirse en esa sala de tribunal por círculos concéntricos. Círculos que van desde las acusadas hasta el público (representado por Michael, que no sólo intenta esconderse de la vista de Hannah, sino que además decide no presentar un testimonio clave) e incluyen a las generaciones anteriores. Encarnadas estas últimas por el profesor, que confiesa haber guardado un silencio cómplice durante el nazismo. En tanto todas las preguntas que implícitamente se formulan son altamente comprometedoras –trasladables, desde ya, a cualquier sociedad en la que se juzgue un pasado criminal, incluyendo a la argentina–, el material es tan denso en términos éticos como volátil en lo dramático.
La novela original apela a la conciencia del espectador (no a la buena conciencia, que es su versión hipócrita) y la película es fiel a ello. Paga con cierta falta de vuelo el precio de su carácter subsidiario, pero tiene la virtud de no cometer errores graves, que anulen su efecto. A diferencia de Billy Elliot y Las horas, el realizador británico Stephen Daldry opta por la sequedad emocional y expositiva, evita golpes bajos y no se distrae con la clase de esteticismos de qualité que suelen asolar esta clase de películas. Truquitos de los que él mismo había echado mano en aquéllas. No se sale de The Reader con la higiénica, tranquilizadora sensación de haberse dado un baño de alta cultura o de seriedad intelectual –que es lo que sucede con el cine de qualité– sino con la cabeza llena de preguntas. Preguntas que seguramente exceden la capacidad de respuesta de cada espectador. Es justamente en ese exceso, en esa imposibilidad de respuesta, donde reside la gigantesca capacidad de interpelación de la novela de Schlink, que esta versión cinematográfica transmite sin obstruir.
7-THE READER - EL LECTOR
EE.UU./Alemania, 2008.
Dirección: Stephen Daldry.
Guión: David Hare, sobre novela de Bernhard Schlink.
Fotografía: Chris Menges y Roger Deakins.
Intérpretes: Kate Winslet, Ralph Fiennes, David Kross, Bruno Ganz, Lena Olin y Alexandra Maria Lara.
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