CINE › ENTREVISTA CON ARTURO GOETZ, PROTAGONISTA DE LA SANGRE BROTA
Es uno de los actores preferidos de la nueva camada de directores argentinos. Pero antes de eso fue economista y trabajó en las Naciones Unidas, en Suiza. En la película de Pablo Fendrik compone a un taxista “oscuro y retorcido”. Como le gusta a él.
› Por Oscar Ranzani
Muchos años antes de ser dirigido por jóvenes cineastas, emblemas del Nuevo Cine Argentino como Daniel Burman, Ariel Rotter, Ana Katz y Lucrecia Martel, entre otros, el actor Arturo Goetz fue economista. Se recibió en 1967 en la Universidad Católica Argentina, y si bien desde los 19 años “siempre había estado arriba de un escenario”, comenta a Página/12 que recién a los cincuenta comenzó a estudiar actuación, luego de que su mujer le dijera: “¿Y si a vos te gusta esto por qué no lo hacés?”. Mal no le fue: es uno de los actores preferidos de la nueva camada de directores argentinos. Desde hoy, se lo podrá ver en La sangre brota (ver aparte), segundo film de Pablo Fendrik que lo tiene nuevamente como protagonista: si en El asaltante, el personaje de Goetz era un ladrón que sólo ejercía la violencia ante un hecho determinado, pero de andar sereno, en La sangre brota, Goetz compone a un taxista sexagenario, padre de familia de clase media venida abajo. La característica psicológica, en este caso, consiste en una violencia interna reprimida, pero siempre a punto de estallar.
La vida de Goetz es, realmente, de película: después de recibirse de economista, accedió a una beca en la Universidad de Oxford, donde realizó estudios de posgrado. Se fue de la Argentina durante la dictadura de Onganía, con la idea de volver a los tres años. “Conseguí la beca y dije `me voy, hago una experiencia afuera, cuando pase todo esto, vuelvo y chau’. Pero no pasó. Y cuando se me terminó la beca ya era la época de la Triple A: era peor. Entonces, decidí seguir quedándome”, recuerda. Llegó a trabajar en la sede de Naciones Unidas en Suiza y entre 1976 y 1983 se mudó a Roma. Sobre el pasaje a la actuación señala que “no hubo un cambio violento porque yo desde la época de la facultad había empezado a hacer teatro como aficionado. Siempre estaba arriba de un escenario desde los 19 años más o menos. Incluso en Roma también tenía un grupo”. Pero no le “llenaba mucho” lo que hacía como economista, aunque “lo hacía bien y ganaba bastante buena guita en aquella época”. Se dio cuenta de que “eso de trabajar para que gente rica se haga más rica no me gustaba. Decía: ‘¿Qué hago yo acá? No es mi lugar’. Entonces, empecé poco a poco. Tampoco fue de un día para el otro”, cuenta. Tomó clases con Augusto Fernandes y Miguel Guerberof. Luego llegaron algunos bolos en televisión, castings y “humillaciones varias que sufrí en esa época en que tenía que matarme para agarrar un bolito en algún lado”, reconoce.
–Teniendo en cuenta su formación en ciencias exactas antes que en humanísticas, ¿se sintió en desventaja a la hora de empezar a actuar?
–Para nada, porque ya venía actuando antes y tenía experiencia, tenía tablón. En lo que sí sentí desventaja es que yo ya era un tipo grande y nadie empieza profesionalmente a esa edad, es muy raro. Entonces, no sabía bien dónde ubicarme. Los primeros años me costaron muchísimo.
–La pregunta inversa: ¿siente que su carrera universitaria le aportó algo a su carrera artística?
–No específicamente el hecho de haber estudiado economía. Yo creo que la vida que me tocó hacer, tan variada, en tantos lugares, aprendiendo idiomas, conociendo mundo y gente me tuvo que haber ayudado. No puedo decir concretamente cómo, pero te da mucha más profundidad que si vivís siempre en el mismo lugar, haciendo las mismas cosas, con la misma gente, hablando siempre el mismo idioma. La experiencia me enriqueció no como economista sino por el hecho de haber tenido –voluntaria o involuntariamente– que transitar casi catorce años de un lado para el otro, porque además los trabajos que conseguía eran de asuntos internacionales que me llevaron a viajar muchísimo: conocí Africa, Asia, Europa, América latina. Y siempre eran experiencias nuevas, gente nueva, cosas interesantes y fuertes. Mi trabajo en todos esos años se relacionó mucho con la pobreza y el hambre.
–O sea que al decidirse a actuar profesionalmente relegó cosas importantes...
–Cosas que te van quedando dentro de tu registro emocional, de tu alma, de tu corazón. Y después, esas cosas salen y te sirven como actor. Yo voy a cumplir sesenta y cinco años. Muchos tipos ya están de vuelta a esa altura. Yo todavía estoy “de ida” como actor, aunque parezca un disparate. Y veo que los chicos que están en mi misma situación, que han arrancado ahora, saben mucho menos de la vida y del mundo.
–¿Cuánto de aprendizaje en las escuelas de actuación y cuánto de intuición construyeron los cimientos de su carrera artística?
–Intuición propia no sé. Eso es difícil decirlo. A mí me parece que cuando empecé era de madera (risas). Pero hablo de principios de los ’60, hace mucho. La actuación es un poco como todo: uno va aprendiendo y va mejorando si escucha a los directores, a los que saben más, a los actores, va al teatro y al cine, se interesa. Te vas dando cuenta, te vas dando maña, vas aprendiendo las cositas del oficio. Yo diría que más que nada es la experiencia de muchos años de estar haciendo eso. Y también lo que me dieron los maestros. Fui a cursos y talleres y eso es importante porque yo de eso no sabía nada hasta los años ’90. Y después, también, trabajar con directores y compañeros buenos. Uno siempre va aprendiendo cosas.
–Hablemos de la película, ¿qué le interesó de La sangre brota para aceptar el papel?
–Lo que más me interesó cuando leí el guión por primera vez fue que se trataba de un personaje bien distinto a todo lo que yo estaba haciendo. Siempre me llamaban para hacer el tipo elegante, el señor simpático, el médico, el abogado. Y éste era un tipo oscuro, violento. Lo que más me entusiasmó fue hacer una cosa bien diferente. En ese momento, a Pablo Fendrik no lo conocía. Mentiría si dijera que me entusiasmaba muchísimo Pablo. Pero cuando leí el guión, dije: “acá hay algo interesante”. Y además, otras cosas, como dijo Woody Allen: el 85 por ciento del tiempo de los actores es buscar trabajo, por lo menos acá en la Argentina, a no ser que seas Darín. Pero si te ofrecen un papel protagónico en una película, excepto que sea un desastre y que vos leas el guión y te parezca que va a ser un bochorno, agarrás porque es trabajo. Aunque me cuesta mucho ser imparcial porque ya somos amigos, Pablo es muy bueno.
–¿Un punto antagónico entre El asaltante y La sangre brota es que en la primera su personaje demuestra violencia y en la segunda la va acumulando, casi como que va creciendo en su interior?
–En El asaltante diría que la violencia está forzada por un momento. El asaltante se vuelve violento en un momento en que se siente muy acorralado. Si no, el tipo actúa con mucha naturalidad. En cambio, el personaje de La sangre brota es violento. Es un tipo de naturaleza violenta. Lo que pasa es que la está reprimiendo. Me parece que siempre habrá sido muy violento. El tipo va en el taxi y pone un CD de música de relajación porque necesita contenerse permanentemente. Y al final deja de contenerse. Es oscuro y retorcido.
–¿Prefiere los personajes que no hablan tanto sino más bien que expresan mucho?
–Exactamente. Eso para mí sería ideal. Y fijate que los dos personajes de las películas de Fendrik hablan muy poco. No son tipos de hablar, ninguno de los dos. Son tipos de sentir. Ahí está lo bueno y el desafío para el actor: transmitir cosas sin tener que decirlas, sin tener que hablar. Eso para mí es lo más. Las películas que más me gustan y que veo más de una vez son aquellas donde hay poco texto y mucha actuación.
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