Vie 12.06.2009
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CINE › LA ROSA DEL DESIERTO, DIRIGIDA POR MARIO MONICELLI

Una guerra al estilo italiano

En su mordaz pintura de un grupo de soldados, el legendario director apunta y acierta en la mayoría de los casos.

› Por Luciano Monteagudo

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La Rosa Del Desierto

(Le rose del deserto, Italia/2006).

Dirección: Mario Monicelli.
Guión: Mario Monicelli, Alessandro Bencivenni, Suso Cecchi d’Amico y Domenico Saverni, basado en la novela El desierto de Libia, de Mario Tobino.
Fotografía: Saverio Guarna.
Música: Paolo Dossena y Mino Freda.
Edición: Bruno Sarandrea.
Diseño de producción: Lorenzo Baraldi.
Intérpretes: Michele Placido, Giorgio Pasotti, Alessandro Haber, Moran Atias y Fulvio Falzarano.

Proyección en DVD en las salas Arteplex Centro, Arteplex Caballito, Arteplex Belgrano, Paseo Del Siglo de Rosario y América de Santa Fe.

Maestro indiscutido de la commedia all’italiana, a la cual aportó títulos no sólo esenciales sino también fundantes, como Los desconocidos de siempre (1959) y Los compañeros (1963), por citar apenas un par del más de medio centenar de títulos que acumula su filmografía, Mario Monicelli siempre fue, como la mayoría de sus colegas de ese período dorado del cine peninsular, un realizador tan prolífico como irregular. Capaz de hacer consecutivamente un capolavoro y una película olvidable, Monicelli, sin embargo, se caracterizó por su precisión para retratar arquetipos populares, por su finísimo oído para reproducir el habla cotidiana y, sobre todo, por su afilado espíritu satírico, que despuntó particularmente en La gran guerra (León de Oro de la Mostra de Venecia 1959) y La armada Brancaleone (1966), donde aventuras bélicas y ambiciones de conquista eran puestas bajo la lupa de un cineasta siempre crítico, un humanista capaz de reírse del homo italicus sin por ello dejar de comprenderlo y amarlo.

Aunque no alcanza esas alturas, La rosa del desierto, su largometraje más reciente, filmado en pleno desierto africano cuando el realizador ya había superado los 90 años, se inscribe netamente en esa línea. Ambientada durante el sueño fascista de recuperar territorios que alguna vez fueron del Imperio Romano, la película de Monicelli –basada en la novela El desierto de Libia, de Mario Tobino– se concentra en un pequeño batallón médico estacionado a menos de 200 kilómetros de Trípoli, hacia 1940, en plena Segunda Guerra Mundial.

Guerra que nadie allí parece tomarse demasiado en serio. Eterno enamorado, el mayor Strucchi (Alessandro Haber), a cargo del grupo, piensa solamente en su mujer, a quien le escribe diariamente encendidas cartas de amor, que no tiene cómo despachar. El teniente Salvi (Giorgio Pasotti), médico oftalmólogo que debe atender precariamente casos de disentería, confiesa haberse enrolado voluntariamente. “¿Fascista?”, le pregunta preocupado el viejo cura misionero que compone con picardía Michele Placido, un poco a la manera de un alter ego del propio Monicelli. “No, turista”, le responde Salvi, mientras enarbola su cámara fotográfica. “Quería conocer el mundo...” Los demás no están menos equivocados. Piensan que a lo sumo en un mes la guerra habrá terminado y que, gracias a la confianza que depositan en el ejército alemán (ellos nunca se imaginan peleando), a más tardar en Navidad, ya estarán de regreso en sus casas.

La excursión por las palmeras y el desierto probará, no obstante, ser más larga y mucho menos inocente de lo que todos creían. Los primeros indicios los tendrán cuando sean bombardeados a pesar de estar protegidos por el estandarte de la Cruz Roja. Y no tardarán en averiguar la causa: sus camaradas de armas, aquellos a quienes el Duce había confiado la restauración del imperio, están huyendo del frente camuflados por ese mismo signo, apuradísimos por abandonar la batalla.

Si Dino Risi, por poner el ejemplo de un contemporáneo de Monicelli, supo trabajar mejor a partir de personajes de enérgica impronta protagónica, el director de La rosa del desierto en cambio siempre tuvo su fuerte en el fresco coral, en la multiplicidad de voces y caracteres superpuestos, una particularidad que vuelve a hacerse patente en su nueva película, elaborada a partir de grandes planos generales. Aquí está desde el soldado preocupado por la novia que ha dejado embarazada –y que se llama nada menos que... Immacolata– hasta ese siciliano que cambió la pobreza de su tierra por la abundancia del desierto africano, en la que es todo un potentado por poseer un par de cabras y otro par de esposas, con quienes, sin embargo, no habla, para confiarse en cambio en su burro.

El machismo, la retórica guerrera y la burocracia –que en los italianos no es solamente militar– son algunos de los muchos blancos a los que dispara simultáneamente Monicelli, acertando en la mayoría de los casos. El film, asimismo, alterna algunos momentos graves, de los que siempre logra salir indemne con una nota de humor, que no deja de ser negro. El ritmo a veces decae, algún personaje parece demasiado ridículo (el General Trueno), pero en esencia esta Rosa del desierto –cuyo título original es en plural, porque se refiere a esas flores que esculpe la arena y el viento– no deja de ser una comedia bufa representativa de su autor.

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