CINE › EL CINE FRANCéS IMPONE SU CALIDAD EN EL FESTIVAL DE TORONTO
Entre producciones propias y coproducciones con diversos países, Francia está dejando su marca. La nueva realización de Bruno Dumont, Hadewijch, es acaso su obra maestra. También se lució, con producción francesa, La danse, documental de Frederick Wiseman.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Toronto
Apenas detrás de Hollywood, que desde hace años encontró en el festival canadiense su mejor vidriera, el cine francés es el que se lleva la parte del león en Toronto, con una presencia abrumadora entre producciones propias y coproducciones con medio mundo, desde Irán hasta Filipinas, pasando por Senegal y la República Popular China (Argentina no forma parte del club este año). Y de las películas que tienen su estreno mundial aquí en Toronto ninguna ha logrado dividir aguas como Hadewijch, la nueva realización de Bruno Dumont, el gran director francés que se dio a conocer trece años atrás con La vida de Jesús y se consagró con La humanidad, ganadora del Grand Prix del Jurado de Cannes 1999, premio que volvió a repetir con Flandres, en el 2006. No parece haber términos medios para juzgar su quinto largometraje, desde Thomas Sotinel, el enviado de Le Monde, que la aborrece, hasta Olivier Père (ex programador de la Quincena de los Realizadores de Cannes y ahora director del Festival de Locarno), que la considera la obra maestra del director. Este cronista se inscribe decididamente en este último bando.
Artista de la soledad y de la desesperación, Dumont (51 años) siempre se vio relacionado de una u otra manera con el cine de Robert Bresson, no tanto por su estilo o por sus temas como por la convicción de que en cada una de las acciones terrenales que filma es capaz de enunciar una manifestación del espíritu. La expresividad de los planos generales de Dumont sólo es equivalente a la de sus planos detalle, como cuando pasa de un helado paisaje rural a una frágil mano de mujer que aprisiona un rosario. Y de pronto, como si se tuviera acceso a un secreto olvidado, en ese corte directo se reconoce la herencia casi perdida de Bresson. Pero en Hadewijch, Dumont parece decidido más que a dialogar con su maestro directamente a entablar con él una discusión de orden teológico, al punto de que se permite corregir el trágico final de Mouchette (1967).
Como en aquel film clave de la obra de Bresson (¿cuál no lo es?), aquí la protagonista también se presenta como una adolescente abandonada por sus padres. Pero a diferencia de aquella campesina hosca y taciturna, Céline (Julie Sokolowski, una revelación) es una parisina hija de la gran burguesía francesa y vive en plena Isla de St. Louis, el exclusivo barrio en el que transcurrió casi toda la vida de Bresson. Cuando comienza el film, Dumont encuentra a Céline como novicia en un convento, tan devota por Jesucristo que la misma Madre Superiora, preocupada por su salud física y mental, decide devolverla al mundo exterior, para que vuelva a tomar contacto con la realidad. Pero el amor de Céline es más fuerte: se siente prendada por lo Absoluto y será consecuente con ese amor que va mucho más allá de lo terrenal, a tal punto que llegará a convertirse en el brazo armado de Cristo, como si fuera una nueva Juana de Arco (un personaje que también obsesionó a Bresson).
Si en los films anteriores de Dumont sus personajes eran tan lacónicos como primitivos y sus actos respondían a sus pulsiones más primarias, aquí por primera vez en su cine no sólo su protagonista sino también quienes la rodean –como siempre en Dumont, todos actores no profesionales, de rostros inolvidables– son capaces de reflexionar muy articuladamente sobre sus acciones. En particular Nassir, un inmigrante palestino tan devoto del Islam como Céline de Jesús y con quien la adolescente se embarcará en una suerte de cruzada terrorista ecuménica.
Film de extremos, que pasa del centro de París a la periferia, de lo terrenal a lo espiritual, del Bien al Mal, Hadewijch –el título alude al convento que Céline considera su refugio– parece también una reflexión sobre el cine, a través de la teología. Cuando Nassir habla de lo visible y lo invisible en la acción divina no se puede dejar de intuir que Dumont también está hablando de aquello que todavía es capaz de expresar el primer plano de un rostro desnudo. Aunque más no sea por esta ambición, que hacía tiempo parecía resignada por el cine, habría que considerar seriamente al film de Dumont.
El único otro film de una ambición equivalente que apareció estos días en Toronto –aunque no podría ser más diferente, desde todo punto de vista– es La danse, el nuevo, magnífico documental de ese veterano maestro que es el gran Frederick Wiseman. En casi 40 años de trabajo, Wiseman ha construido un cuerpo de obra ejemplar, dedicado casi en su totalidad a revisar a fondo, con una mirada siempre crítica, el funcionamiento de las instituciones de su país, desde la salud pública hasta la política de viviendas. Entre sus films se encuentran clásicos absolutos del mejor documental, como Titicut Follies (1967), High School (1968), Juvenile Court (1973), Welfare (1975), Public Housing (1997), Domestic Violence (2001) y State Legislature (2007). Viejo apasionado por París, desde que la visitó por primera vez a mediados de los años ‘50, siguiendo los pasos de Hemingway, ahora Wiseman, con producción francesa, se dio el gusto de filmar una institución muy diferente de las que había recorrido hasta ahora. Y el resultado no puede ser mejor.
Con su habitual método puramente observacional, que prescinde por completo de narrador, entrevistas o explicaciones, Wiseman –quizás el más perfecto exponente del Direct Cinema– se interna aquí en los misterios del Ballet de l’Opéra de París y pone su micrófono y su vieja cámara 16 mm –no necesita más– a registrar todo lo que allí sucede, desde los ensayos y las clases de danza hasta reuniones de la dirección para resolver problemas sindicales o tratar con un grupo de mecenas estadounidenses. Y, milagro, lo que a priori podría suponerse una empresa destinada al tedio se convierte en sus manos en un proyecto fascinante, que va creciendo a medida que avanzan las casi tres horas de duración del film. Podría pensarse que –como Dumont– también Wiseman aprovecha el material que tiene frente a sus ojos para reflexionar sobre su arte. Hay un rigor, una dedicación, una disciplina y finalmente también una belleza en el trabajo de esos bailarines que se diría que Wiseman también reconoce como suyas. A pesar de que su cámara logra permanecer siempre invisible, aun en salas de ensayos repletas de espejos, La danse no refleja otra cosa que el inmenso talento de su director.
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