CINE › LAS FLORES DEL CEREZO, OTRA NOTABLE PELíCULA DIRIGIDA POR LA ALEMANA DORIS DöRRIE
La cineasta asume una historia de lazos familiares, de muerte y continuación de la vida, de desplazamientos y fijeza, de pasajes y permanencia, cuerpos y sombras. Y ese material, que en otras manos podría ser demasiado, hace una película muy disfrutable.
› Por Horacio Bernades
“Odia las aventuras”, dice la dulce Trudi, refiriéndose a su marido Rudi, y en ese momento ya puede sospecharse que éste va a terminar haciendo un viaje, no precisamente a territorio conocido. Historia de lazos familiares descompuestos y recompuestos, de muerte y continuación de la vida, de desplazamientos y fijeza, de pasajes y permanencia, de cuerpos y sombras, Las flores del cerezo se nutre, como corresponde a una cineasta nacida bajo el signo de Géminis, de una doble fuente. Por un lado, el roce con la muerte de la propia Doris Dörrie (Hannover, 1955). Uno de esos roces que no se superan de un día a otro: en 1996, Helge Weindler, su marido y director de fotografía, murió mientras rodaban ¿Soy linda? La otra fuente es el opus magnum de Yasujiro Ozu, Una historia en Tokio, que la realizadora de Hombres y Nadie me quiere decidió someter a una reescritura. Reescritura sumamente pertinente, en tanto la película más célebre del maestro nipón era, de por sí, la adaptación de un film occidental. Dato no demasiado conocido, Dörrie sostiene que la película de Ozu es una variación de Make Way for Tomorrow, melodrama hollywoodense de los años ’30. Cruces entre Oriente y Occidente, en la base de una película que hace de ellos su razón de ser.
Así como en la película de Ozu un matrimonio del interior japonés viajaba a Tokio para visitar a sus hijos ya mayores, en Las flores del cerezo un matrimonio bávaro lo hace a Berlín, con la misma intención. Rudi (Elmar Wepper, iniciado en el cine alemán como niño actor, medio siglo atrás) está gravemente enfermo, pero no lo sabe. La que lo sabe es Trudi (Hannelore Elsner, otra ex niña actriz), razón por la cual lo convence de hacer una visita a los hijos, nueras y nietos. En Berlín, a Trudi y Rudi les pasa lo que a sus antecesores en la Tokio de Ozu: encuentran a Karolin, Karl y su esposa Emma bajo un manto de indiferencia, ombliguismo, ingratitud y puro interés personal. En medio de la no muy agradable estadía, la parca cambia imprevistamente el giro de su guadaña, y Rudi termina viajando a Tokio.
Es que, como el Carl de Up –con el que guarda llamativas correspondencias–, Rudi se ha prometido cumplir el deseo de Trudi. No el de llegar hasta unas cataratas venezolanas, sino ver los cerezos en flor y el Monte Fuji. Pero es lo imprevisto –la aparición de Yu, joven bailarina de danza Butoh– lo que pondrá a Rudi ante aquello que el zen más valora: la posibilidad de perderse de sí mismo. Practicante desde hace tiempo de esa técnica oriental, Dörrie siempre supo encarar las cuestiones más densas con la mayor levedad y sentido del humor. Es posible que en Las flores del cerezo esa capacidad tan poco frecuente encuentre, por los temas en juego, su expresión más evidente. En su minimalismo, en su aparente escasez técnica, en su aire desmañado, el Butoh es la levedad misma. Y Yu, que viene de perder a su madre y parece vaciada de todo aquello que no sea esencial, es la levedad de la levedad. Frente a ella, el muy alemán Rudi se presenta con un pesado sobretodo, que a larga termina sacándose.
La sorpresa es lo que Rudi lleva debajo: el saquito de lana y la pollera de su esposa. No debería sorprender tanto: en Dörrie –recordar, por ejemplo, el mago africano de Nadie me quiere– la máscara no disimula, sino que, por el contrario, expresa. “Trudi vive en mí”, dice Rudi, cuyo nombre no por nada es parte del de su esposa. Así vestido, Rudi “lleva a pasear” a Trudi, para mostrarle las flores del cerezo y el Monte Fuji. Nueva correspondencia, de una cultura a otra, de un yo a otro: el Butoh –cuyo único ritual inmutable consiste en el grueso maquillaje blanco que cubre el rostro– hace también un culto de la máscara como medio de expresión. Según los especialistas, esa forma de danza, inventada en los años ’60 por Kazuo Ono y representada aquí por su discípulo Tadashi Endo, apunta a “bailar a los muertos”. Lo mismo hace Rudi, cada vez que, asumiendo lo que los nombres indican, se vuelve parte de Trudi.
Correspondencias, ecos, simetrías: en Dörrie, la levedad es producto del más estricto rigor constructivo. Si algo enseña el budismo zen –técnica que, como Borges observaba en El Corán, no se menciona ni una sola vez en Las flores del cerezo– es, justamente, a aprender de las paradojas.
8-LAS FLORES DEL CEREZO (Kirschblüten-Hanami, Alemania, 2007)
Dirección y guión: Doris Dörrie.
Fotografía (HD): Hanno Lenz.
Intérpretes: Elmar Wepper, Hannelore Elsner, Aya Irizuki, Maximilian Brückner, Birgit Minichmayr y Nadja Uhl.
Estreno en proyección DVD, en los cines Arteplex (Centro, Caballito, Belgrano y Del Parque Shopping).
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