CINE › EL DIRECTOR DE FITZCARRALDO PRESENTO DOS EXTRAÑAS PELICULAS EN TORONTO
Bad Lieutenant: Port of Call New Orleans y My Son, My Son, What Have Ye Done, que marcan el regreso fuerte del célebre cineasta a la ficción, no parecen tener destino de nominación al Oscar como la reciente Encounters at the End of the World.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Toronto
Aunque su obra hasta ahora nunca lo había manifestado, hace ya más de una década que el alemán Werner Herzog está radicado en la ciudad de Los Angeles, no muy lejos de esa colina que aún luce orgullosa unas letras blancas un poco torcidas que dicen “Hollywood”. Bueno, sucede que la semana pasada en la Mostra de Venecia y en estos mismos días en el Festival de Toronto, el gran director de Aguirre la ira de Dios, El enigma de Kaspar Hauser y Fitzcarraldo acaba de entregar no una sino dos películas de neto cuño estadounidense, al menos por sus escenarios y por sus intérpretes, aunque no necesariamente por su manera de concebir el cine, que sigue siendo única, y ajena a eso que se suele llamar “industria”.
Bad Lieutenant: Port of Call New Orleans y My Son, My Son, What Have Ye Done también marcan el regreso en pleno de Herzog al universo de la ficción, al que tenía bastante abandonado desde que había puesto casi todos sus esfuerzos en el cine documental, donde entregó últimamente algunas maravillas como Encounters at the End of the World (2008), que le valió una candidatura al Oscar y una butaca en el Kodak Theater en la última ceremonia de la Academia de Hollywood. No parece que pueda volver a suceder lo mismo con estas dos nuevas películas, de un grado de anomalía para el sistema de los estudios y para el gran público que hace que no resulte aventurado augurarles un futuro de auténticos films malditos, en el sentido que alguna vez definió Jean Cocteau: el de esas películas que pasan inadvertidas o no son apreciadas en el momento de su estreno y que con el correr de los años –por su naturaleza ovni, por su excentricidad esencial– se convierten en raros objetos de culto.
Bad Lieutenant: Port of Call New Orleans venía muy comentada en los medios especializados, porque ya desde su título insinuaba una remake del recordado film de Abel Ferrara protagonizado por Harvey Keitel. Pero si aquel Maldito policía (1992) era en su médula, más allá de su anécdota, una suerte de trip católico del protagonista (y, a través de él, del propio Ferrara) hacia un purgatorio donde expiar todo tipo de culpas, el de Herzog no podría ser en cambio un film más agnóstico. De la película original, ahora reescrita por un tal William Finkelstein, no ha quedado absolutamente nada de la imaginería cristiana que poblaba el film de Ferrara, y de su trama se adivinan apenas retazos, sobre todo la debilidad del protagonista por todo tipo de drogas. Que ese personaje esté ahora a cargo de Nicolas Cage, uno de los actores más proclives a la sobreactuación del Hollywood actual, y en manos del director que inventó a Klaus Kinski, no hace sino potenciar los desbordes de una película que, sobre todo, rehúye del naturalismo al uso televisivo para encontrar, en cambio, una estética que quizá no sería del todo aventurado definir como neoexpresionismo trash. Los Estados Unidos que descubre Herzog son una suerte de territorio de la imaginación, el mal sueño que un alemán puede tener de una película de policías norteamericana. Está ambientada en Nueva Orleans después del paso del huracán Katrina y la ciudad aparece tan despojada y desierta como aquella aldea abandonada por la inminente erupción de un volcán, que Herzog encontró en La soufrière (1977) o el pueblo desmantelado de The Wild Blue Yonder (2005), que un desquiciado Brad Dourif –presente en las dos nuevas películas– afirmaba había sido la base de una colonia extraterrestre.
En ese contexto, el teniente Terence McDonagh (Cage) se empeña en resolver el caso de una familia de inmigrantes ilegales que ha sido asesinada, pero se distrae –y la película con él– consumiendo todo tipo de drogas y visitando regularmente a Frankie (Eva Mendes), una prostituta de lujo y su única amiga en el mundo. Que Terence sufra de terribles dolores de espalda no es algo accesorio sino central al film: es la excusa con la cual Herzog filma siempre a Cage –que luce un viejo revólver en el cinto a la manera de un film noir de los años ’40– como si fuera un Golem, una extraña mezcla del actor alemán Emil Jannings con el legendario Charles Laughton de El jorobado de Nôtre Dame.
Lo curioso del tándem que Herzog presenta aquí es que si en Bad Lieutenant utiliza personajes estereotipados por Hollywood –el maldito policía, la prostituta, los dealers– para observarlos a través de una lente absurda y deformante, en My Son, My Son, What Have Ye Done sucede exactamente lo contrario. La puesta en escena es clásica e incluso hasta prístina, de una blanca luminosidad muy californiana, pero sus personajes son, por decir lo menos, insólitos, a la manera de David Lynch. No casualmente, Lynch es el productor de esta película que lleva su sello no sólo en los títulos de crédito.
Aquí también interviene un detective de homicidios (Willem Dafoe), pero el protagonista es Brad (Michael Shannon, el vecino loco de Sólo un sueño), un muchacho que viene de atravesar a su madre con un viejo sable familiar y que se refugia en el interior de su primorosa casa de San Diego, pintada de rosa y decorada con todo tipo de motivos asociados con las aves en general y los flamencos en particular. De hecho, se supone que tiene allí dos rehenes y, para hacerlo desistir de cometer más locuras, llegan al lugar su novia (Chloë Sevigny) y su profesor de arte dramático (Udo Kier, un veterano de la troupe Fassbinder), con quienes estaba ensayando, no casualmente, una tragedia griega. Pero resulta que sus únicos secuestrados son un par de... pink flamingos.
Bizarra, extravagante pero a la vez tierna, pautada por recuerdos de Brad que parecen sueños, como su viaje al Perú donde –como el conquistador Aguirre– parece haber escuchado una alienada voz interior, My Son, My Son, What Have Ye Done tiene, al mismo tiempo que las marcas de Herzog, una apariencia muy “lyncheana”. No sólo por la galería de freaks que habitan el universo del protagonista –incluido el clásico, recurrente enano que obsesiona al director de Twin Peaks–, sino también por la mirada extrañada sobre esos suburbios típicamente estadounidenses donde la aparente normalidad es la clave más rotunda de su locura.
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