Mié 23.09.2009
espectaculos

CINE › UNA JORNADA LLENA DE MATICES EN EL FESTIVAL DE SAN SEBASTIáN

El día que asomó una candidata

Con Hadewijch, la nueva película de Bruno Dumont, el encuentro donostiarra alcanzó una cumbre que difícilmente repita, una historia que lleva de modo fluido al espectador hasta un final que sirve como refutación de toda forma de fanatismo religioso.

› Por Horacio Bernades

Desde San Sebastián

Pasada la mitad de su recorrido, la competencia oficial de San Sebastián dio con el que hasta ahora aparece como su punto más alto, más riesgoso, más ambiguo y provocativo. Difícilmente deje de serlo. Se entiende que la semana pasada, Hadewijch, nueva película de Bruno Dumont (realizador de La vida de Jesús, La Humanidad y Flandres) haya dividido a los espectadores, cuando tuvo su estreno internacional en Toronto, entre el rechazo indignado y el temido epíteto de “obra maestra”. Es que se trata de un film tan arriesgado, por el tema (o los temas) que toca, como desconcertante, por el modo en que lo hace. Más resuelto que nunca, más elíptico que nunca, en Hadewijch Dumont confronta la aspiración de sublimidad con su consecuencia más atroz, desembocando en una refutación radical de toda forma de fanatismo religioso. Claro que esa refutación tiene lugar recién después de haber atravesado la ilusión de espiritualidad absoluta, y eso es lo que la vuelve sumamente difícil de aferrar.

En Hadewijch, Dumont implanta la figura de una mística del siglo XIII, Hadewijch de Anvers, en medio de la actualidad más terrenal. Interpretada por una Julie Sokolowski que ya se coloca como candidata preferencial a la Concha de Oro, la Hadewijch de Dumont es una adolescente virgen, cuya preocupante propensión al misticismo autoflagelatorio hace que las autoridades de un retiro religioso la envíen de vuelta al mundo. “Es en el contacto con las cosas donde encontrarás tu camino, y es el azar el que te llevará a ello”, advierte la Madre Superiora, empujándola, a la larga, a lo que sólo en lo aparente es su opuesto. Dumont conduce al espectador (“lo que me interesa no es tanto qué pasa con la película, sino con el espectador”, confirmó en conferencia de prensa) de un choque a otro. Esa muchacha que, como la Mouchette de Bresson, parece despojada de todo, en verdad lo posee todo, aunque no quiera. Hija de un ministro del gobierno francés, vive en un palacio que parece una versión reducida de Versalles. Asegura estar “de novia con Cristo”, pero deviene discípula de un mullah musulmán, radicado en París. Miembro de una célula terrorista, éste terminará convirtiéndola en miembro activa.

Dumont hace lo que predica el mullah: mediante el uso de la elipsis vuelve manifiesto lo invisible, e invisible lo manifiesto. “La película es un viaje al interior de la chica”, afirmó el realizador en la conferencia de prensa. Eso es lo que la convierte en obra mayor. Si el misticismo fuera sometido de entrada a una visión crítica, el edificio entero se derrumbaría: la chica está loca, todo lo que hace es una locura y listo. Dumont mueve al espectador, en cambio, a una pausada, recogida, reflexiva forma de identificación con las ansias espirituales de la protagonista, para que, cuando la ascesis dé lugar al terrorismo, el espectador sienta que él mismo hizo estallar la bomba, a metros del Arco de Triunfo. Abismos de la programación de San Sebastián, podría pensarse que la estadounidense Get Low –que comparte con Hadewijch una plaza en la competencia oficial– habrá llegado aquí por error, cuando debió haber estado destinada al canal Hallmark.

Según se dice, en los años ’30 cierto ermitaño sureño organizó su propio funeral, nada más que para saber, a través de los responsos, qué opinaban de él sus vecinos y conocidos. Con Robert Duvall en papel a medida, Get Low aprieta todos los botones que, se supone, deben apretarse para enganchar al público. Primero despierta simpatía por el viejo, uno de esos excéntricos del Oeste, al que le opone la entradora figura de un enterrador preocupado por la falta de decesos (otro papel a medida, en este caso de Bill Murray). Y termina con un desfile de arrepentimientos, revelaciones ocultas, culpas por pagar y perdones finales. Como era de preverse, el público local, sensible a toda clase de humanismos, le regaló un aplauso cerrado. Estrenada en Estados Unidos en mayo pasado (y con lanzamiento en Argentina previsto para noviembre), San Sebastián le da cabida a The Limits of Control, lo nuevo de Jim Jarmusch, en la sección Perlas de Otros Festivales. Oscilando entre el humor absurdo (pero con cara de palo), la parodia de género (pero atenuada) y el existencialismo beckettiano (pero en el contexto más cotidiano), The Limits of Control es algo así como un Jarmusch a la enésima (pero en clave menor).

“Es como si Jacques Rivette hiciera una remake de A quemarropa, o Marguerite Duras de El samurai”, dice el realizador de Extraños en el paraíso, y algo de razón tiene. Asesino a sueldo, el morocho Isaach de Bankolé (que ya aparecía en Noche sobre la Tierra y Ghost Dog) viste impecablemente, se supone eficientísimo y no permite que nada lo distraiga. Ni siquiera una mujer en pelotas, como la que lo espera, sin éxito, todas las noches. A Solitario (todos los personajes se definen por su función) alguien le encarga algo, que hasta el final no se sabe qué es. Para cumplir con su misión, el tipo debe atravesar España y cruzarse con ciertos contactos (Tilda Swinton, John Hurt, Gael García Bernal, Luis Tosar) que intercambian con él unas claves, escondidas en cajitas de fósforos. Hasta que Solitario llega hasta Americano (Bill Murray, otra vez) y... bueno, en noviembre se verá en Argentina.

Una broma tal vez algo extendida (dura dos horas), es posible que en The Limits of Control Jarmusch se imite a sí mismo un poco demasiado, reciclando motivos (el viaje, el zen, el aire circunstancial, el relato episódico) y hasta películas enteras, como Dead Man y Ghost Dog. “Es como si Jarmusch filmara Ultimos días de la víctima”, podría decirse, parafraseando al propio Jarmusch y teniendo en cuenta que el último plano de la película se cierra, como la obra maestra de Aristarain, sobre una caja (cajita, aquí) cerrada. El público donostiarra la silbó, tal vez por el mismo motivo por el que se aplaudió la de Robert Duvall: es poco humanista.

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