CINE › “ANA Y LOS OTROS”, LA YA MULTIPREMIADA PELICULA DE CELINA MURGA
Hace ya tres años que la película de Murga fue largamente elogiada en Cahiers du Cinéma y que comenzó su recorrido en festivales, cosechando premios. Ahora, el público argentino puede acceder a ella, aunque solamente en tres salas.
› Por Horacio Bernades
Producida con aportes de la prestigiosa fundación Hubert Bals, al cabo de la edición 2003 del Bafici Ana y los otros recibió el Premio Especial del Jurado. Meses más tarde, un jurado de críticos de todo el continente la consagró Mejor Película Latinoamericana, en el marco del Festival de Río de Janeiro. Casi al mismo tiempo recibía una Mención Especial del Jurado de la muy reconocida Semana de la Crítica, que tiene lugar en el seno del Festival de Venecia. Cuando se estrenó en París, a mediados del 2004, la ópera prima de Celina Murga resultó un pequeño suceso, recibiendo críticas ditirámbicas incluso de la legendaria Cahiers du Cinéma, que le dedicó un espacio inusual para un estreno latinoamericano. A pesar de todo eso, Murga debió esperar tres años para estrenar en la Argentina. Y ahora, cuando finalmente lo hace, debe conformarse con sólo tres salas. Signo de que el estímulo y distribución de nuevos cineastas anda pidiendo serios ajustes y correcciones en Argentina.
“Promoción 93”, dice un cartel colgado en medio de una fiesta, a la que asiste la protagonista de Ana y los otros. Ana se arrima a los 30 años. Igual que la realizadora en el momento de gestar la película, hacia fines del fatídico 2001. Ha regresado a su ciudad natal de Paraná, tras radicarse en Buenos Aires, como ocurrió también con Celina Murga. Importaría poco el componente autobiográfico en Ana y los otros si no fuera porque esa vinculación con lo que se cuenta es perceptible a lo largo de la película. Aunque siempre de esa manera borrosa, imposible de medir con precisión, que caracteriza las relaciones entre realidad y ficción en el cine hecho con autenticidad. Como tantos otros exponentes del llamado Nuevo Cine Argentino –desde Pablo Trapero hasta Mariano Llinás, pasando por Rodrigo Moreno, Enrique Bellande y Juan Villegas, a la sazón pareja de la realizadora de Ana y los otros–, Murga se formó en la Universidad del Cine, verdadero riñón de la generación de cineastas que desde mediados de los ’90 planteó una decidida ruptura con el cine anterior.
¿Hay un carácter generacional en Ana y los otros? Seguramente. Sin embargo y a diferencia de lo que suele suceder con las películas “generacionales”, a Murga lo que parece interesarle del asunto no es sólo lo que une a los miembros de una generación, sino también aquello que los separa. Lo que hace Ana y los otros es poner en duda la propia conjunción que el título hace suya. Con una Camila Toker que encarna a la perfección ese estar y no estar del todo, ese pertenecer y no tanto, el regreso al pago aparece marcado por una oscilación entre el deber (Ana vuelve para firmar la venta de una propiedad familiar) y el deseo. Este último la va llevando, suave pero indefectiblemente, en busca de un antiguo novio. Delicias de la ambigüedad, ni siquiera en ese caso será posible saber a cabalidad si el siempre pospuesto encuentro con el inasible Mariano representa para Ana la posibilidad de un futuro o, todo lo contrario, la tentación de la regresión.
No sólo en relación con Mariano parece signada Ana por la contradicción entre el estar y el no querer estar de vuelta allí. Todos sus encuentros –con los viejos amigos y amigas, con los que se casaron y los que no, con un antiguo compañero que podría llegar a convertirse en amante ocasional– están marcados por una singular forma de distanciamiento cercano por parte de la protagonista. O de ausencia en presencia. Hasta sus encuentros más plenos son circunstanciales, perecederos, fugaces. Es lo que sucede con el muy avispado chico que Ana conoce en el último tercio de película, y que revela en Murga una afinidad con el mundo infantil (los protagonistas de su próximo proyecto son todos niños) que podría llegar a convertirla en una versión femenina y argentina de François Truffaut.
Si un referente estético se hace evidente sin embargo a lo largo de Ana y los otros, es el del cine de Eric Rohmer. Aparte de la predilección por la transparencia expositiva, los planos-secuencia, los escasos planos cercanos y la combinación justa de cálculo y espontaneidad, del cineasta francés parece haber tomado Murga esa rara forma de distancia empática, de pudor asumido, con que el realizador de El rayo verde suele relacionarse con lo que muestra. Y que provoca aquí la peculiar sensación de conocer a los personajes, pero nunca del todo. Parece haber en Murga una auténtica curiosidad por el mundo, pero también la noción de que éste jamás podrá develarse en plenitud. De allí seguramente ese memorable largo plano final, en el que la cámara contempla, desde una posición muy alejada, el embrión de un encuentro. Son apenas segundos, antes de que una puerta se cierre para siempre, recordándole tal vez al espectador que es de tiempo y de distancia que están hechas las películas. Las que valen la pena, al menos.
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