CINE › EN TESALóNICA, TRES PELíCULAS MUY DISTINTAS INVITAN A UNA REFLEXIóN SIMILAR
Nueva York en The Crowd, Lima en Paraíso y Manila en Lola: retratos de urbes capaces de tragarse a la multitud.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Tesalónica
¿Cuál es el rostro de la multitud? ¿Cómo distinguirse de todos los demás cuando la masificación tiende a la humillación y el anonimato? Curiosamente, la proyección especial, con música en vivo, de The Crowd (1928), uno de los grandes clásicos del cine mudo estadounidense, vino a llamar la atención sobre un tema que está muy presente en el Thessaloniki International Film Festival y que reaparece una y otra vez en películas que ochenta años después se siguen haciendo las mismas preguntas.
En el legendario film de King Vidor, una pareja como tantas trata de abrirse paso en la Nueva York previa al gran crac financiero del año 1929. Ellos son jóvenes, están recién casados, tienen grandes ilusiones, pero la dura realidad –que el desbordante talento visual director de Duelo al sol expresa con unas impresionantes escenas de masas, aquí excesivamente musicalizadas por el grupo griego de rock The Prefabricated Quartet– les hará comprender que, por más que el american dream se los haya prometido, no llegarán a tener nada que no sean ellos mismos: su amor simple, su constancia, su espíritu de supervivencia.
Para cuando la Metro-Goldwyn-Mayer dio luz verde al proyecto, no imaginaba siquiera que la crisis monumental del ’29 era inminente y que iba a tragarse a muchas parejas como la que encarnan James Murray y la sorprendente Eleanor Boardman, una actriz notablemente moderna para su época, que fue la mujer de Vidor y que Hollywood apenas supo aprovechar en esta película en varios sentidos anómala, cuyo irónico happy end es mucho más angustioso que feliz.
En los antípodas del espacio y del tiempo, la película peruana Paraíso, opera prima de ficción de Héctor Galvez (codirector del documental Lucanamarca, exhibido el mes pasado en el DocBsAs/09), un grupo de chicas y muchachos de un paupérrimo asentamiento en las afueras de Lima se debate entre las mismas opciones básicas: qué hacer con sus vidas, cómo imaginar un futuro cuando ni siquiera pueden darse cuenta de qué está hecho el presente. En las terrosas alturas donde sus familias han levantado sus casas precarias, hechas de lo que la gran ciudad descarta, no parece que hayan escuchado hablar de la nueva crisis financiera que golpea al mundo. Pero no les hace falta. Nunca han conocido tampoco una época de bonanza.
Con medios muchísimo más escasos que La teta y la luna, de Claudia Llosa (también presente aquí en la programación de Tesalónica), que en febrero pasado se llevó para Perú el Oso de Oro de la Berlinale, Paraíso luce por cierto bastante más modesta pero también mucho más auténtica. No faltan las referencias a la violencia de los “terrucos” (los terroristas de Sendero Luminoso) y la alusión a las violaciones de las campesinas que cometían los soldados del ejército regular, porque evidentemente son una referencia ineludible de la realidad peruana reciente. Pero el foco de la película de Gálvez se concentra fuertemente en los rostros de esas chicas y muchachos perdidos en la multitud.
Multitudes hay siempre en los films del filipino Brillante Mendoza, como las que atestan las calles linderas del cine porno de Serbis o los prostíbulos de Kinotay. Pero en su obra más reciente, Lola, que llegó a Tesalónica directamente de la Mostra de Venecia, y que quizá pueda considerarse su mejor película hasta la fecha, los habitantes de los suburbios de Manila ya son tantos que viven hacinados en casas flotantes, sobre los riachos que anegan la ciudad. Allí, una abuela terca y decidida, que recuerda un poco a la de Rapsodia en agosto, de Akira Kurosawa –sobre todo por el frágil paraguas con el que enfrenta una permanente tempestad, que es tanto literal como metafórica–, se empeña en dar sepultura a su nieto, apuñalado en la calle por otro muchacho como él, que se quiso quedar con su celular. Sin dinero, el entierro no es fácil, y menos cuando el féretro tiene que recorrer el camino al cementerio en bote. Pero esa lola (así se llama a las abuelas en Filipinas) busca también justicia y en esa búsqueda se tropieza con la abuela del criminal, no muy distinta a ella misma: pobre pero digna, entera en su fragilidad, dispuesta también a pelear por su nieto.
El mérito del film de Mendoza está en no forzar nunca esa relación. Afortunadamente, en el guión no pesa ni el trillado motor de la venganza ni la hipócrita excusa de la reconciliación. En lugar de esos tópicos, hay una puesta en escena que prioriza los trabajos y los días de la gente que puebla la pantalla, el valor del dinero cuando no se lo tiene, la fuerza atávica de esas viejas que cargan con la herencia de sus hijos y sus nietos. El miserabilismo está ausente, lo mismo que el juicio moral. En su lugar, bulle la vida, que se abre paso como agua, los ruidosos juegos de los chicos, la vibración de la calle, de una ciudad sin duda hostil que –como la que supo ver King Vidor casi un siglo atrás– es capaz de tragarse a esa multitud, pero también, inexorablemente, se nutre de ella.
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