CINE › “LA CORPORACION”, DE COSTA-GAVRAS
› Por L. M.
Un hombre tiembla, vomita, carga un arma para suicidarse, pero a último momento la cambia por un pequeño grabador portátil. “Esta es mi confesión... Mi nombre es Bruno Davert, siempre fui un marido, un padre y un empleado responsable...”, balbucea, todavía conmocionado por haber atropellado deliberadamente con su coche, hasta matarlo, a un pobre desgraciado que salía de un bar, en la madrugada de una triste ciudad de provincia francesa.
A poco de transcurrir el film se sabrá que Davert (José García, un comediante francés en una lograda composición dramática, un poco en la línea de Jack Lemmon) ha venido matando a otros hombres. Como ha podido, con trabajo, con esfuerzo. Al fin y al cabo, Davert no es un asesino. Simplemente es un ejecutivo desempleado, que después de quince años de entrega incondicional a su empresa, en la que fue elogiado y premiado, terminó despedido junto a muchos de sus colegas por ese eufemismo denominado “reestructuración”. Y la única manera que Davert encuentra de asegurarse su reingreso al campo laboral es eliminar a todos aquellos ejecutivos, también desempleados, que por sus condiciones (edad, capacitación, ubicación geográfica) estén en situación de ocupar el puesto al que él aspira.
La primera mitad de La corporación (“La cuchilla”, según su más filoso título original) es de lo mejor que ha dado el cine de Constantin Costa-Gavras en mucho tiempo. Con ayuda en la producción de los belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne (los realizadores de la magnífica El hijo), el director de Missing eligió una novela noir del escritor Donald Westlake (un autor que supo ser también fuente de inspiración de Godard en Made in USA y de John Boorman en A quemarropa) y la convirtió en una metódica vivisección del estado de las cosas en el capitalismo salvaje de comienzos del nuevo milenio. El bueno de Davert no hace sino llevar al extremo las prácticas predatorias que aprendió a perfeccionar en el trabajo cotidiano en su empresa. ¿Cómo mantener si no la confortable casa con jardín, el auto, el cable, el colegio privado de los chicos?
Su esposa (Karin Viard, excelente) trata de ayudarlo: consigue un par de trabajos temporarios y trata de consolarlo y contenerlo, para que no se sienta solo en su crisis. Pero Bruno se vuelve cada vez más resentido, irascible. O en sus propias palabras, que la película recoge como un obsesivo monólogo en primera persona en off: “Hostil, antisocial”. Davert se enfurece con “esos currículums plenos de conformismo” de sus colegas y encuentra sólo cinco mejores o al menos igualmente buenos que el suyo. Esos competidores serán sus blancos. Pero tiene que apurarse, porque la recesión aumenta día a día la cantidad de postulantes.
Al comienzo, el montaje del film es rápido, nervioso como el protagonista; la puesta en escena, limpia y funcional, como el mundo al que Davert aspira a seguir perteneciendo. Detrás de su ceño eternamente fruncido, siempre se percibe la presencia insidiosa, permanente de la publicidad, que incita al éxito, al sexo, al confort, al bienestar. “Haga sus sueños realidad”, provoca un cartel enorme. Y en eso trabaja Davert. Aprende a disparar en el bosque una vieja pistola Luger que heredó de su padre y se encuentra con un grupo armado, vestido en ropa de fajina, que prueba sus metralletas y lo invita: “¡Venga probar un arma de verdad!”. Bajo la pátina de normalidad, de buen pasar, de ilustración de la sociedad, late una violencia contenida que Davert no hace sino poner en acto.
Es una pena que hacia su segunda mitad el film de Costa-Gavras se vuelva reiterativo, que sus ideas empiecen a agotarse, que su tono –hasta entonces serio, grave, medido, riguroso– se vaya volviendo más cercano a la farsa, al grand guignol. Reaparece esa mano pesada del director, que era evidente en Amen, su film inmediatamente anterior. Lo redime, en todo caso, una interpretación blanca, neutra, inquietante de José García y un final que, aunque abierto, tiende a cerrar el círculo maligno de la supervivencia del más fuerte.
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