CINE › LA VISION DEL DIRECTOR SOBRE EL ARTE Y LA VIDA
El realizador analiza su carrera y la visión que los demás tienen de ella. Sus alusiones a los cataclismos naturales que amenazan al mundo tienen hoy una resonancia inquietante.
› Por Werner Herzog
Suelen vincularme con el romanticismo germánico, como si entre esa cultura y mis películas hubiera un nexo espiritual. Sin embargo, si alguna conexión siento yo con la cultura alemana es con manifestaciones previas al romanticismo. La poesía barroca, por ejemplo. Y formas mucho más antiguas. Admiro enormemente las sagas nórdicas, la poesía milenaria de los edas, la épica islandesa. Me siento mucho más afín a todo eso que al romanticismo. Por otra parte hay, dispersos por el mundo entero, hijos bastardos del romanticismo que hacen desconfiar de él. Disney es uno, con toda esa idealización y romantización de la naturaleza. Yo pienso, tal como digo en uno de mis documentales, Grizzly Man, que la naturaleza es caos, hostilidad y crimen. Y eso no es muy romántico.
El sol, por ejemplo, ejerce una violencia física inconmensurable. A cada segundo produce estallidos que equivalen a cientos de miles de bombas atómicas explotando al mismo tiempo. Vivimos en un medio ambiente muy poco amigable, muy hostil. No hay nada que tengamos que hacer los humanos, allá en el espacio exterior. Sí, OK, llegamos a la Luna, es posible que lleguemos a Marte también. Está muy bien, pero hasta ahí llegamos. Otros planetas tienen una atmósfera tan hostil al organismo humano que no se pueden ni pisar. El sol, ni hablemos. Así que es acá, en la Tierra, donde podemos vivir. Eventualmente, en algún planeta vecino. Más allá, más vale olvidarse: no es para nosotros, no podemos vivir allí.
Igual, no es que no tenga inquietudes espirituales, que tal vez se manifiesten en alguna de mis películas. Por ejemplo, en Las campanas del alma o en La rueda del tiempo. Pero el mundo no está hecho de puro espíritu sino también de biología. Y la biología planetaria se halla en este momento en un estado de plena conmoción. Sequías, terremotos, tsunamis, volcanes en erupción, posibles caídas de meteoritos. No es que eso me intranquilice, creo que se trata de enfrentarlo y hacer lo correcto. Martin Luther King dio una vez una respuesta muy bonita. “¿Qué haría si supiera que el mundo va a acabar mañana?”, le preguntaron. “Plantaría hoy una semilla de árbol”, dijo. Me gusta eso, me parece de una gran serenidad.
Si no empezamos a adaptarnos, a través del lenguaje y las imágenes, a situaciones nuevas, nunca antes vistas, nuestro crecimiento como especie se atrofiará. Creo que es cuestión del ingenio y la inteligencia propias de los seres humanos, que deben aplicarse en nuestras capacidades lingüísticas, en la posibilidad de crear imágenes nuevas. La civilización humana sigue cultivando imágenes perimidas, que ya perdieron sentido hace rato. La imagen de Cristo, por ejemplo. ¿Por qué jamás se le ocurrió a nadie pintar un Jesús mofletudo, un Jesús sonriente? Sin imágenes nuevas, sin un nuevo lenguaje, no seremos capaces de adaptarnos a los cambios que se nos presentan. Como el efecto invernadero, por poner un solo caso. Uno de los problemas más serios para nuestra especie es que somos demasiados. Somos como 4 billones de personas de más para este planeta. ¿Cómo podemos resolver eso? No tengo idea. Lo que sé es que todas estas cosas van más allá del cine, son más importantes que el cine.
Otro error de apreciación que se comete en relación conmigo es suponer que busco el riesgo, que me gusta el peligro. No es así, soy un tipo muy prudente, no me interesa poner mi vida en riesgo, quiero seguir viviendo. Trato de eliminar los factores de peligro, tanto en mi vida como en mis películas. Hay una prueba irrefutable: en cerca de sesenta películas que llevo filmadas, nunca un actor se lastimó. Nunca. Ni uno. Si asumo riesgos, si emprendo tareas difíciles, es porque la película lo pide. El caso de Fitzcarraldo, por ejemplo. El tipo había trasladado un barco por tierra, atravesando una montaña. Si yo quería filmar la historia de ese tipo tenía que hacer lo mismo que él, si no, no hubiera sido algo genuino. Por más que pareciera un desafío imposible de cumplir, yo sabía que podía hacerse. Entonces había que hacerlo. Claro que una cosa es la teoría, y otra la práctica...
Mi relación con Klaus Kinski fue siempre un combate bravo. Pero también de un gran respeto mutuo, una profunda comprensión del otro. Incluso, a veces, con momentos de amistad. Creo que en algún momento él comprendió que estábamos embarcados en algo que iba más allá de nuestra existencia individual, más allá incluso de nuestra existencia colectiva como especie. Que nos esperaban desafíos que tal vez podrían llamarse sobrehumanos. Hubo ocasiones en que comprendió esto y siguió adelante. Pero una vez, durante el rodaje de Fitzcarraldo, amagó retirarse y me obligó a amenazarlo de una manera que no suele hacerse con un actor. Allí entendió que yo no bromeaba y le dio mucho miedo. Le dije por lo bajo, mientras hacía sus valijas, que antes de llegar al otro margen del río iba a tener ocho balas en la cabeza. Yo exageraba, claro: mi pistola no tenía más de tres o cuatro balas.
Traducción, selección y adaptación: Horacio Bernades.
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