CINE › OPINION
› Por Luciano Monteagudo
Cada vez que una película argentina resulta elegida candidata al Oscar (algo que no es muy frecuente: la última vez fue hace nueve años, con El hijo de la novia, también de Campanella) vuelven a surgir no sólo el mismo amor, sino también la misma lluvia. Alegría genuina, celebraciones mediáticas, algunos desbordes retórico-patrióticos y el viejo tema de siempre: ¿Qué cine hay que hacer en la Argentina? Los 2.410.000 espectadores que consiguió El secreto de sus ojos solamente en nuestro país –un record absoluto en el último cuarto de siglo– ya provocaron el año pasado que resucitara la misma, engañosa respuesta: uno que tenga éxito. Y ahora, en medio del legítimo entusiasmo que envolvió a todos los responsables de la película el martes pasado, cuando se conoció la noticia, Guillermo Francella volvió sobre el asunto, en este mismo diario: “No comulgo con películas que le dan la espalda al público y que son premiadas. No lo voy a negar. Esas películas que son para catorce personas y las ensalzan, las critican de manera excelente, les dan premios y no va nadie, son otra cosa”.
Qué otra cosa, no se sabe. Pero parecería que, en vísperas de la gala del Kodak Theater, todo aquel cine que no es validado por una asistencia masiva y que no goce de la bendición de la Academia de Hollywood debería dejar de existir. O casi. Sería bueno preguntarse, por ejemplo, qué habría que hacer entonces con Aniceto, la última película de Leonardo Favio, una obra de una rara, fulgurante belleza, que su autor pensó en compartir con un público amplio, como sucedía en los tiempos de Juan Moreira y Nazareno Cruz y el lobo, que sin embargo ahora no lo acompañó, por las razones que fuere. Las primeras películas de Favio empezando por Crónica de un niño solo (1965), también estuvieron muy lejos de ser éxitos de público y hoy, no obstante, son films decisivos, fundamentales en la historia del cine argentino, no sólo por lo que representaron en su momento sino porque todavía siguen siendo fuente de inspiración para las nuevas generaciones y porque forman parte de nuestra cultura y de nuestro imaginario.
Películas como Una semana solos, de Celina Murga, o El último verano de la Boyita, de Julia Solomonoff, por caso, ¿son inferiores que El secreto de sus ojos porque no lograron reunir siquiera una sombra de esos millones de espectadores que convocó el film de Campanella? ¿El cine argentino únicamente debe ser masivo o no ser? ¿El Estado nacional entonces debería estimular, promover y subsidiar solamente aquellas películas concebidas para tener éxito? Y si la próxima película de Campanella no llegara a reunir tantos espectadores como ésta y no fuera elegida para competir por el Oscar... ¿sería por eso menor? ¿Sería considerada un fracaso? Son preguntas que vale la pena hacerse mientras se espera la noche del 7 de marzo.
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