CINE › CIRO GUERRA Y SU PELICULA LOS VIAJES DEL VIENTO
El cineasta colombiano rinde homenaje a los juglares del noroeste de su país, pertenecientes a una cultura en la que las leyendas se mixturan con la vida cotidiana. Guerra, de todos modos, se despega de cualquier conexión con el “realismo mágico”.
› Por Ezequiel Boetti
Los viajes del viento podría definirse como una road movie, ya que narra justamente eso, un viaje. Pero los protagonistas no se trasladan sobre rutas o caminos, sino que atraviesan gran parte del tórrido no-roeste colombiano montados sobre burros y mulas, acarreando apenas lo puesto y un bandoneón. “Yo soy de la región donde ocurre la película, y crecí en contacto con las leyendas, las tradiciones, la música en su estado más puro. Quise que este film tuviera elementos de las historias antiguas, de los mitos universales que son comunes a toda la humanidad, pero contada desde una perspectiva lo más local posible”, sostiene vía e-mail el director Ciro Guerra a la hora de explicar las vertientes principales de las que bebe la trama de Los viajes del viento, que desde mañana se exhibirá en dos salas porteñas: Arteplex (Belgrano) y Gaumont.
Exhibida en el Festival de Cannes, el opus dos de este realizador de 28 años narra el derrotero de un veterano músico cuya existencia siempre fue itinerante. Su vida fue un largo recorrido por pueblos y ciudades donde transmitía las raíces caribeñas a través del canto. Al final de su carrera, está dispuesto a atravesar el Caribe colombiano para devolverle a su dueño y maestro el bandoneón que tocó durante toda su carrera. El porqué de ese último viaje mixtura la génesis mitológica y musical que referencia el director: el instrumento está endiablado. “La música es parte esencial de nuestra vida. Nacemos, crecemos, nos enamoramos, morimos y somos enterrados con ella. Cada región tiene una tradición muy específica y muy rica que expresa profundamente el sentir y la forma de ser de sus habitantes. Colombia es un país musical por excelencia”, reflexiona.
Ignacio encarna una figura casi extinta en la actual cultura de aquel país: la del juglar. “Siempre quise hacer una película que fuera fiel a ellos, que van de pueblo en pueblo llevando cantos”, confiesa Guerra. Es por eso que, a modo de homenaje, eligió ubicar la narración no en la actualidad sino en 1968, año del primer concurso de música vallenata, “el fin de la época de los juglares errantes”, según cuenta. “Fue el inicio de una nueva época para esta música, la época de la comercialización, los discos, las emisoras, los grandes conciertos, las estrellas. Queríamos rescatar esta música en su vertiente más tradicional, que hoy es desconocida para muchos”, se lamenta quien visitó Argentina durante el último Festival de Mar del Plata, donde Los viajes del viento compitió en el apartado Latinoamericano.
Para lograr la película “auténtica” que pretendía, era fundamental que los protagonistas sintieran la música como propia y que el bandoneón no fuera sino la extensión de sus dedos. “No hay ningún actor profesional. Queríamos que todos los músicos fueran realmente músicos, que conocieran esta tradición y la reflejaran fielmente”, justifica el director la elección de Marciano Martínez y Yull Núñez como protagonistas. “No era posible traer actores del interior del país, queríamos ser totalmente fieles a los acentos, al tipo físico, a la estirpe campesina del relato. Hicimos un largo proceso de selección, buscamos personas interesantes y luego trabajamos con ellos durante un año y medio”, explica el colombiano, quien reconoce que no se siente muy cómodo en su doble rol de director y guionista: “La escritura me toma mucho trabajo y siento que es un oficio extracinematográfico. Es como si para pintar un cuadro tuvieras que escribir una sinfonía antes”, razona.
Esa complejidad que manifiesta Guerra fue mayor que en su ópera prima, el drama urbano La sombra del caminante. Más allá de la expresión corporal y musical del dúo central, en Los viajes del viento la palabra juega un rol preponderante. En ese largo devenir de personajes, historias y costumbres, entre merengues, bachatas y vallenatos, también se entremezclan idiomas. A lo largo del metraje no sólo se habla en español sino también en bantu, wayanayky e ihn, cuatro de los 67 idiomas que hay en Colombia. “Fue un proceso que se dio naturalmente –asegura–. Cuando recorrimos esa región en profundidad entramos en contacto con gente que habla estos idiomas. Les dio mucha alegría que por primera vez pudieran oírlo en el cine.”
La historia transcurre en el Caribe colombiano, terreno de paisajes áridos irrumpidos por amplias ciénagas, de cuerpos empapados en sudor y de rostros curtidos por un sol impiadoso. La referencia a los cuentos y novelas que Gabriel García Márquez imaginó a lo largo de su carrera resulta inevitable. Sin embargo, el director asegura que la relación entre ellos y Los viajes del viento es nula. “No hay realismo mágico, no hay gente que vuela ni ocurre nada sobrenatural”, indica antes de reconocer que “la magia está presente porque hace parte de la vida de la gente de esta región”. La literatura se ubica, según Guerra, “lo más alejado posible” de su película: “Asumimos una mirada casi antropológica que revela la manera en que este pueblo asume mitos y leyendas como parte de su realidad. Trabajamos con el mismo material con que García Márquez construyó su universo, pero nuestra aproximación es realista”, explica.
Amante del cine blanco y negro, al que considera “más expresivo y poético”, el director eligió esa tonalidad para rodar, en 2004, La sombra del caminante. Cinco años después, “la gama de colores que ofrece la luz del Caribe” hizo imposible repetir esa decisión formal: la imagen dicromática devino en una película ilustrada con una amplia paleta de colores y tonalidades, mérito del director de fotografía Paulo Andrés Pérez. “Los viajes del viento trata sobre la profunda relación que hay entre el hombre y la naturaleza, y necesitábamos que esa naturaleza se viera en todo su esplendor y toda su dureza”, justifica Guerra, egresado de la carrera de Cine y Televisión de la Universidad Nacional de Colombia.
Pero el aspecto visual no es el único que diferencia sus dos películas. “El proceso fue muy diferente. De alguna forma, la manera en que fueron hechas está estrechamente ligada a lo que cuentan. Ambas se hicieron en las condiciones que necesitaban –rememora el oriundo del departamento de César, uno de los 32 que constituyen Colombia–. Una era una historia mínima sobre la fragilidad humana, y necesitaba hacerse de una forma íntima, con un equipo pequeño. La otra era una celebración, una elegía de la relación del hombre campesino con su mundo: era necesaria una mayor infraestructura para poder viajar a estos lugares y ser fieles a lo que estábamos contando”, concluye el también productor, cuyo próximo proyecto en este rol será Edificio Royal, la ópera prima de su habitual montajista, Iván Wild.
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