CINE › OSCAR > POR QUé SE IMPUSO SOBRE EL RESTO DE LAS COMPETIDORAS
Cuando muchos apostaban a La cinta blanca o a Un profeta, ambas premiadas en Cannes, el voto de la Academia se inclinó sobre aquello que nunca falla en Hollywood: una historia de amor bien contada. Con otro plus: el tema de la venganza, presente en el imaginario estadounidense.
› Por Luciano Monteagudo
En el mundo del cine, quizá no haya un premio de mayor lustre y prestigio (no necesariamente popularidad) que la Palma de Oro del Festival de Cannes. Pero en Hollywood se lo conoce, lisa y llanamente, como “el beso de la muerte”. Basta que una película gane el trofeo mayor de Cannes para que, fatalmente, se vuelva con las manos vacías del Kodak Theatre de Los Angeles (si es que llega siquiera a quedar nominada). Sin ir más lejos, sucedió el año pasado con Entre los muros, Palm d’Or de Cannes 2008, que perdió a manos de un desconocido film japonés, y volvió a suceder ahora con El secreto de sus ojos, la película de Juan José Campanella, que en una espectacular arremetida final se quedó con el Oscar a la mejor película en idioma extranjero cuando muchos seguían apostando a La cinta blanca, del austríaco Michael Haneke, e incluso a Un profeta, del francés Jacques Audiard, que venían de repartirse los premios mayores de Cannes, la Palma Dorada y el Grand Prix du Jury, respectivamente.
Estas diferencias irreconciliables entre un premio y otro –habría que remontarse más de veinte años atrás, a Pelle el conquistador (1987), del danés Bille August, para encontrar la última coincidencia– no hacen sino desnudar no sólo los distintos métodos de elección para llegar a los respectivos premios sino también las discrepancias de criterio y hasta de gustos de los votantes de uno y otro continente. Tal como anticipó Página/12 el domingo 28 de febrero, parecía difícil que los argumentos que sedujeron a un jurado internacional de apenas nueve miembros en Cannes para coronar la película de Haneke sirvieran para atraer los votos de todos aquellos miembros de la Academia (en su totalidad suman casi 6000, la mayoría estadounidenses) que hubieran visto los cinco films extranjeros nominados y en consecuencia estuvieran en condiciones de sufragar.
Filmada en un ascético blanco y negro, que le da a la película una extraña belleza pero al mismo tiempo la despoja de todo preciosismo formal, La cinta blanca transcurre en un pequeño pueblo alemán poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. Allí Haneke –también autor del guión del film– encuentra una comunidad dominada por una cultura patriarcal y punitiva, basada en una noción de pureza propia del protestantismo extremo que profesa la feligresía local y que se expresa en esas cintas blancas que el pastor coloca en la vestimenta de sus hijos para que recuerden los valores a los que deben responder.
Lo que el film de Haneke va descubriendo poco a poco, con un notable entramado formal –que va sumando misteriosos hechos de violencia, cada vez más graves y que conmocionan a todo el pueblo–, es que detrás de esos actos aparentemente anárquicos se esconde un Mal que no tiene nada de sobrenatural. Por el contrario, la revelación de quiénes y por qué practican esas brutales acciones disciplinarias no podría ser más terrible.
La cinta blanca es entonces no sólo una película demasiado seca y austera para lo que se puede llegar a suponer es el gusto medio y homogéneo de los miembros de la industria que integran la Academia de Hollywood. Es también un film árido, violento, a su manera cruel.
Alguno de estos adjetivos también podría aplicarse a Un profeta. Sólida como una roca y de un clasicismo formal que casi no se permite ninguna distracción, el polar (la denominación con que los franceses identifican al policial) de Jacques Audiard narra con aliento épico el relato de iniciación de Malik, un muchacho de origen marroquí de 19 años, que cuando entra a prisión parece incapaz de sobrevivir allí siquiera una semana y para cuando sale, seis años después, se ha convertido en el líder indiscutido del penal, capacitado para manejar bandas de distintos orígenes raciales de un lado y del otro de las rejas.
Sin que jamás lo enuncie en voz alta, Audiard está diciendo con su película que afuera o adentro lo que impera es la ley del más fuerte y que las viejas mafias –como la que opera el padrino corso interpretado por el gran Niels Arestrup– van dando lugar a nuevos grupos mafiosos, representantes de los flujos migratorios que atraviesa la sociedad en su conjunto. Unos aprenden de otros a hacerse un lugar a la fuerza allí de donde son excluidos.
A diferencia de quienes parecían sus mayores contrincantes –nadie apostaba por el film israelí Ajami, que también traía bajo el brazo un premio de Cannes, o por la película peruana La teta asustada, Oso de Oro de la Berlinale 2009–, la película de Campanella no llegó a la instancia final avalada por ningún galardón, salvo el Goya, que es el premio de la industria del cine español y no el de un jurado de festival (por ejemplo San Sebastián, también en España, de donde volvió sin nada). Su debut internacional había sido en Toronto, un festival no competitivo, pero de donde suelen salir muchos de los principales candidatos al Oscar.
Hay, sin embargo, un factor determinante, un plus que –más allá de su eficacia narrativa y de su acabado técnico, sin los cuales nunca hubiera llegado a la instancia final– tiene el film de Campanella y que no tenían las otras cuatro películas. Por sobre todas las cosas, El secreto de sus ojos es, básicamente, aquello que nunca falla en Hollywood: una historia de amor, un amor capaz de atravesar las pruebas del tiempo.
A esa historia de un amor casto y romántico, teñido de nostalgia por el pasado, un amor que sólo hacia el final se atreve a decir su nombre, hay que agregarle también otro factor que pudo haber sido definitivo para el voto de los académicos de Hollywood: el tema de la venganza. Motor dramático esencial en el imaginario del cine estadounidense, el de la venganza, o la justicia por mano propia, es un asunto que está incorporado al inconsciente colectivo de ese espectador (y no sólo de ése, como lo prueban los dos millones y medio de espectadores que cosechó la película en la cartelera argentina). Se diría que, sin proponérselo explícitamente –-porque el cine de Campanella siempre adscribió al modelo narrativo hollywoodense–, El secreto de sus ojos se conectó de manera natural con un destinatario para el que parecía predestinado. El inminente estreno de la película en los Estados Unidos, en todo caso, no hará sino confirmarlo.
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