CINE › LA CINTA BLANCA, EL NUEVO, NOTABLE FILM DEL AUSTRO-ALEMAN MICHAEL HANEKE
Sin necesidad de embarcarse en explicaciones nítidas, el realizador de Caché va tejiendo un tapiz inquietante a través de los hechos que se suceden en una pequeña comunidad asfixiada por el misterio y un férreo espíritu de religiosidad.
› Por Luciano Monteagudo
LA CINTA BLANCA
(Das Weisse Band, Alemania-
Austria-Francia-Italia/2009)
Guión y dirección: Michael Haneke.
Fotografía: Christian Berger.
Edición: Monika Willi.
Diseño de producción: Christoph Kanter.
Intérpretes: Burghart Klaussner, Ernst Jacobi, Christian Friedel, Leonie Benesch, Ulrich Tukur, Ursina Lardi.
Hay algo más que misterioso, más bien maligno, en ese pequeño pueblo del norte de Alemania, hacia 1913, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. Al comienzo, la inexplicable caída del caballo del doctor del pueblo, que termina hospitalizado durante meses. Luego, la muerte aparentemente accidental pero dudosa de una campesina. Más adelante, el secuestro y apaleamiento del hijo del Barón, que deja a toda la comunidad sumida en la perplejidad y el miedo: ¿quién podría hacerle eso a un niño? Y peor aún, ¿al heredero del Barón? ¿Y el sospechoso incendio del granero de su propiedad? Pero la cosa no acaba allí: Karli, el inocente del pueblo, un chico con atraso mental, aparece una noche en el bosque, prácticamente ciego, con sus ojos casi arrancados. Todo eso sucede mientras el rígido pastor protestante del pueblo impone a sus hijos que lleven bien a la vista “la cinta blanca”, un símbolo que les debe recordar a toda hora el camino de la pureza. Y que es el elemento simbólico al que alude el título de la nueva, magnífica película del austro-alemán Michael Haneke.
Rodada en un ascético blanco y negro, que le da una extraña belleza, pero al mismo tiempo la despoja de todo preciosismo formal, La cinta blanca es una película de época que se revela inapelablemente contemporánea. No sólo porque habla del pasado con el mismo grado de verdad con que el cineasta suele abordar el presente, sino también porque –sin que lo enuncie jamás en voz alta– los ecos lejanos de esa comunidad enviciada por valores absolutos de pureza pueden seguir resonando aún hoy como los antecedentes de actuales casos de represión y fanatismo religioso.
El film de Haneke habla de un micromundo que expresa una sociedad patriarcal, punitiva, en la que impera un severísimo orden jerárquico y se reprime todo sentimiento. Nada en ese pequeño pueblo parece estar fuera de lugar y, sin embargo, un círculo de malicia, envidia, brutalidad y venganza comienza a ganar a sus habitantes, sumiéndolos en la humillación y la sospecha mutuas. No es el mismo “huevo de la serpiente” del cual alguna vez habló Ingmar Bergman, refiriéndose al nazismo, aunque sus larvas son evidentes, en la férrea disciplina que rige la vida cotidiana del pueblo, en sus rituales de castigo y sumisión, en el anhelo de pureza absoluta en el que son formados sus niños. En La cinta blanca hay algo menos sociológico, menos histórico en un sentido estricto y, por el contrario, más enquistado en la conciencia profunda de una comunidad, como ya sucedía en la notable Caché, donde a través de un único personaje parecía materializarse la vergüenza y la culpa de todo un país, Francia, y toda una generación, la del protagonista, que supo negar un episodio precisamente “escondido”, como fue la matanza de doscientos argelinos en pleno centro de París, en 1961.
Con un rigor espartano en su estructura dramática y una precisión y una frialdad quirúrgica en cada uno de sus planos, Haneke nunca cede a la tentación de explicar nada. Por el contrario, su narración va tejiendo un denso, enfermizo tapiz, hecho de infinidad de pequeñas escenas y episodios que van sumiendo al relato en la ambigüedad y en el misterio, al mismo tiempo que todo parece ir cobrando un sentido terrible, como le sucede al narrador del film, el maestro del pueblo. El parece el único capaz de conservar la inocencia, de expresar su amor sincero por una institutriz del pueblo, situación que da lugar a unas escenas de una ternura muy contenida, es cierto, pero también muy raras en un cineasta habitualmente tan cruel como Haneke.
Sin embargo, el hecho de que sea ese personaje quien narre la historia desde una voz cascada por la vejez y el paso del tiempo (“No sé si todo es completamente cierto, algunos acontecimientos todavía permanecen en el misterio”, dice al comienzo) propone un distanciamiento frente a la materia dramática que invita a rechazar la identificación con los personajes para privilegiar, en cambio, una reflexión sobre los sucesos narrados. El ritmo del relato, pautado no sólo a partir de las estaciones que marcan los ciclos vitales de la comunidad sino también, y muy especialmente, de sus rituales religiosos (la cruz es un elemento omnipresente en el film y no únicamente en la casa del pastor), contribuye también a preguntarse por el sentido de los acontecimientos antes que dejarse arrastrar por ellos.
Lo que, en todo caso, el film de Haneke va descubriendo poco a poco, con un notable entramado formal –que va sumando geométricamente esos episodios de violencia, cada vez más graves y atroces–, es que detrás de esos actos en apariencia anárquicos se esconde un Mal que, lejos de lo que preferiría esa feligresía de un protestantismo extremo, no tiene nada de sobrenatural. Por el contrario, la revelación –en verdad la suposición, así de ambiguo es el film– de quiénes y por qué practican esas brutales acciones disciplinarias no podría ser más inquietante, más revulsiva.
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