CINE › UNA CIERTA MIRADA TIENE MEJOR OFERTA QUE LA COMPETENCIA OFICIAL
O Estranho Caso de Angélica, del centenario realizador portugués Manoel de Oliveira, y Aurora, del rumano Cristi Puiu, brillaron frente a un desvaído comienzo del concurso oficial por la Palma, que presentó Chongqing Blues, The Housemaid y Tournée.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
¿Cuál es la competencia más importante en esta edición del Festival de Cannes? Hasta hace un par de años, estaba claro que el concurso oficial, la carrera por la Palma de Oro, era la que marcaba el pulso de la Croisette, el boulevard a orillas del mar que durante una docena de días se convierte en la caja de resonancia del cine mundial. Ya el año pasado, Thierry Frémaux, el delegado general del festival, comenzó, sin embargo, a reforzar la sección Una Cierta Mirada, que forma parte del programa oficial, pero cuya competencia (que tiene su propio jurado) nunca tuvo mucho peso como tal. Transcurridos apenas los primeros tres días de festival, la balanza sin embargo parece inclinarse hacia Un Certain Regard, que ya presentó dos obras mayores, O Estranho Caso de Angélica, del centenario realizador portugués Manoel de Oliveira, y Aurora, del rumano Cristi Puiu, frente a un desvaído comienzo del concurso oficial por la Palma.
Hay una belleza, una melancolía y un refinamiento en la nueva película de Oliveira que hacen pensar que Angélica quizá sea uno de sus mejores films de los últimos años. Lo que no es decir poco, considerando que se trata del realizador de Belle toujours (2006) y Singularidades de uma Rapariga Loura (2009), por citar apenas dos de sus títulos más recientes, en una carrera que parece volverse cada vez más intensa y prolífica a medida que Oliveira –101 rozagantes años– atraviesa indemne las pruebas del tiempo. El film está basado en un episodio que él mismo vivió más de medio siglo atrás, cuando, durante un velorio, le pidieron que fotografiara el cadáver de una hermosa joven, muerta apenas unos días después de su casamiento. Oliveira exhumó el guión que escribió por entonces y lo convirtió en un inquietante film, menos fantástico que espectral, entroncado en la tradición del romanticismo alemán, con el protagonista literalmente hechizado por la sonrisa de la difunta, que parece arrastrarlo con la fuerza de su mórbida belleza hacia la tumba. Y, muerto él de amor, está dispuesto a acompañarla.
Como siempre en Oliveira, la puesta en escena es en apariencia sencilla, casi naïve, pero en el interior de esos planos fijos y frontales, que recuerdan los del cine de Luis Buñuel (inspirados a su vez en la iconografía religiosa medieval) se esconde sin embargo el misterio de su arte. La realidad se transfigura en su mirada y todo adquiere un extraño vuelo feérico, a partir de la obsesión de ese joven fotógrafo que cree haber visto sonreír (y haberlo captado con su cámara) a la joven muerta. En la misteriosa resurrección de O Estranho Caso de Angélica hay ecos de la de Gertrud (1964), la obra maestra del danés Carl Theodor Dreyer, de la misma manera que la necrofilia del fotógrafo dialoga con la de Fernando Rey en Viridiana (1961), de Buñuel. Esos films están presentes en el de Oliveira de la misma forma que la joven muerta en el alma del fotógrafo: como fantasmas, espectros capaces de resucitar y materializarse en la memoria y la imaginación.
La ovación que recibió Manoel de Oliveira al término de la proyección, con toda la sala Debussy aplaudiendo de pie, fue equivalente a la que recogió, al comienzo de esa misma función, la imagen del director iraní Jafar Panahi proyectada sobre la pantalla. Invitado ex profeso como miembro del jurado oficial, su ausencia confirma –como señaló Frémaux– que el realizador de El círculo (León de Oro de Venecia 2000) está privado de su libertad, aparentemente en la prisión de Evin, en Teherán, a pesar de la negativa del régimen iraní a dar precisiones sobre su paradero. Esta acción de Cannes se suma a una equivalente que tomó la Berlinale en febrero pasado, sin conseguir hasta el momento que la indignación y el reclamo internacional logren quebrar el muro de silencio de Teherán.
También en Una Cierta Mirada apareció el tercer largo de Cristi Puiu, el realizador de La noche del señor Lazarescu, la película que en 2005 puso en órbita al nuevo cine rumano. Si aquel ya era un film de una oscuridad y un pesimismo crecientes, ahora Aurora –un título paradójico, si los hay– no anuncia precisamente una alborada. Por el contrario, se diría que la nueva obra de Puiu es de una desesperación existencial aún mayor que la de su título anterior. No parece casual, entonces, que el propio director haya decidido poner el cuerpo y encarnar al absorbente protagonista, un ingeniero metalúrgico divorciado, con dos pequeñas hijas, que de pronto comienza a perder por completo el rumbo de su vida, hasta desembocar en una serie de crímenes tan gratuitos como inexplicables.
“No hay asesinos, sólo hay gente que mata”, declaró Puiu aquí, como para dilucidar, si es posible, la conducta de su personaje. Durante dos días consecutivos, filmados con la intención de que se sientan como tiempo real (la película dura tres horas), la cámara sigue a este hombre en sus más pequeños actos cotidianos. Pero esas acciones banales van descubriendo, poco a poco, a un personaje inmaduro, de comportamiento errático, obsesivo hasta la enfermedad y víctima de un rencor casi metafísico, que no parece obedecer a una causa visible, salvo la triste y hostil realidad rumana que ve a su alrededor.
Como en Lazarescu, Puiu trabaja por acumulación y la película va ganando un tácito crescendo dramático, que culmina con la presentación espontánea a la policía y su posterior confesión. La indiferencia de la burocracia policial sólo acentúa la tragedia: él no tiene manera de articular las razones profundas que lo llevaron al crimen y la sociedad tampoco está interesada en conocerlas. En Bucarest, todo parece inútil: el nihilismo se impone como un manto negro e inexpugnable.
De la competencia oficial, hasta ahora, no hay nada que siquiera se acerque a estos dos títulos. La esquemática historia de desencuentro paterno-filial de Chongqing Blues, del director chino Wang Xiaoshuai, no parece digna del concurso por la Palma. La coreana The Housemaid, remake del clásico Hanyo, filmado ahora por Im Sang-soo, marca un retroceso en la obra de este director, que aquí mismo en Cannes 2005 había alcanzado su pico más alto con The President’s Last Bang. Melodrama noir bien espeso, a la manera coreana, con cambios de registro y de género dentro del mismo relato, The Housemaid en todo caso ratifica el misterio y la intensidad de su protagonista, Do-yeon Jeon, ganadora del premio a la mejor actriz aquí en Cannes 2007 por Secret Sunshine, de Lee Chang-dong.
Finalmente, Tournée, cuarto largometraje como director del multifacético actor Mathieu Amalric, propone una road-movie burlesca, una suerte de vaudeville con strippers norteamericanas en ciudades de provincia francesas, regenteadas por un buscavidas interpretado por el propio Amalric. El film tiene un espíritu libre y caótico, un poco en la vena de algunos títulos de John Cassavetes, pero se diría que el modelo, muy celebrado aquí por la prensa francesa, le queda un poco grande.
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