CINE
› Por Eduardo Fabregat
La escena tiene lugar sobre el final: Andy, aquel que fue niño hace ya años, vuelve a ponerse el traje de infancia y, deteniéndose en su camino a la universidad, juega por última vez con sus muñecos junto a Bonnie, la niña que recibirá su legado. Inventa, fantasea, dibuja historias en el aire, se abandona al goce del juego de un modo que creía olvidado: cuando caiga la tarde se irá rumbo a la vida adulta, y frente al auto que se aleja estarán todos los muñecos en muda despedida. Y entonces el hijo de uno, abandonando por un instante la total concentración en la pantalla, mira al costado, se señala el pecho y dice “Mami, siento una cosita acá”. No está solo. En la sala repleta, niños y adultos de todas las edades están ganados por la misma emoción, esa “cosita” que le llena los ojos de lágrimas a más de uno.
No son lágrimas de las que duelen: son de las que limpian el alma.
Y ni Andy ni Bonnie son actores, ni los muñecos son cosas inanimadas: semejante carga emotiva, ese sentimiento de alta intensidad, llega a través de un elenco de dibujos animados. Cuando las luces se encienden y se encara la salida, lo que parece irreal es el mundo de carne y hueso, metal, vidrio y madera. Y en la cabeza rebota una y otra vez el mismo, ferviente deseo: “Por favor, que estos tipos no dejen de hacer películas nunca”.
No queda más que regodearse en la paradoja. En un momento en el que Hollywood adolece de una alarmante carencia de ideas, Pixar es la esperanza de quienes aman ser entretenidos con grandes historias. Los grandes estudios apelan a la remake, al argumento repetido una y mil veces, al figurón que atrae espectadores aunque la película no valga dos guitas, a la grandilocuente puesta en escena de videojuegos, a la secuela trillada. El estudio fundado por John Lasseter en 1984 supo fundir la perfección tecnológica con la real esencia del cine, y lleva la tremenda cucarda de no haber hecho nunca una película que no mereciera verse y recomendarse. La lista conforma una guía ineludible para la videoteca infantil: Bichos, Monsters Inc., Buscando a Nemo, Los Increíbles, Cars, Ratatouille, WALL–E, Up. Y, a la cabeza de todos, Toy Story, su saga más perfecta, tres películas de muñecos que laten, que disparan las sensaciones más reconfortantes. Más vivos que muchos integrantes de la A-List de Los Angeles, mucho más queribles que varios colegas del rubro de animación, que además abusan del gag que replica el mundo adulto. Mil veces más creíbles que infinidad de productos que se pretenden de hondo contenido humano.
Allí donde Disney apela al golpe en las entrañas –crueldades como Bambi o Dumbo son sólo dos ejemplos de una larga lista–, donde en nombre de la emoción practica manipulaciones a veces siniestras, Pixar se dedica a un noble ejercicio. El código inquebrantable del estudio de la lamparita Luxo es delinear historias profundas, con tantos matices como la vida, sin necesidad de la moraleja acartonada. Combinar la diversión y la humanidad como si nada. Darles a sus personajes una carnadura que desmiente su origen de papel y lápiz pasados al mundo digital. Queremos a Woody porque sus inseguridades son tan reales como las nuestras; disfrutamos con Buzz Lightyear porque en su convencimiento de que el mundo será mejor si él interviene hay algo de nuestro optimismo. Adoramos a esa pandilla de juguetes preocupados por su destino, y en Andy se reflejan nuestras propias reflexiones sobre el paso del tiempo, la pérdida de la inocencia... y su recuperación a través de nuestros descendientes.
Por eso uno se resiste a volver a ver ciertas películas infantiles, y por eso no cuesta nada cada revisión de Toy Story. Hay algo profundísimo en esas miradas que cruzan los juguetes cuando parece que el horno de basura es un destino inevitable: esos ojos dibujados se están diciendo que bueno, es el final, pero al menos están todos juntos y fue una buena vida, el viaje fue disfrutable, cada minuto valió la pena. Es lo que esperamos para nosotros, lo que deseamos, lo que queremos encontrar dentro nuestro cuando se acerquen los títulos finales. Tener la convicción de que fuimos más personas que personajes, que un día, muchos días, nos permitimos tomar de la mano a nuestro hijo y al niño que aún está en nosotros y confesarles que sí, que nosotros también sentimos esa cosita a la altura del corazón. Y que está bien, que deje salir esas lágrimas, que después todo va a ser más luminoso.
Pixar, que tengas una larga, larga vida. Al infinito y más allá.
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