CINE › “DESAYUNO EN PLUTON”
› Por L. M.
¡Qué extraña suerte la de Patrick! Empieza su vida como un huérfano salido de una novela de Dickens, arrojado a la puerta de la parroquia de su pueblo, en un rincón perdido de Irlanda, y para cuando se puede considerar que ese émulo de Oliver Twist, por fin, está soberanamente establecido en Londres es una auténtica reina queer, que ha pasado por tantos acontecimientos bizarros en su vida que a Desayuno en Plutón casi no le bastan 34 capítulos y 130 minutos para contarla. Desmedido, aluvional, episódico, el nuevo film de Neil Jordan viene a ser una suerte de coda a su gran éxito, El juego de las lágrimas, donde también la identidad de Irlanda (de la Irlanda del IRA y de su eterno, mítico enfrentamiento con Inglaterra) era puesta en crisis a partir de un caso de ambigua identidad sexual.
Pero si en The Crying Game el tono era, en general, grave, casi solemne, y las vueltas de tuerca del guión tenían menos un aspecto lúdico que de importancia impostada, aquí en Breakfast on Pluto el planteo elegido por Jordan es siempre el de la farsa y el delirio pop de los primeros años ’70, vistos a través de la lente deformante de un travesti para nada conflictuado y muy feliz y orgulloso de serlo.
El gran conflicto de Patrick, en todo caso, es otro: tiene que ver con su orfandad, con el desconocimiento de quién fue su padre y la añoranza con que evoca a su madre, a la que nunca llegó a conocer y sueña con encontrar alguna vez, como si se tratara de pedirle un autógrafo a una estrella de cine. De hecho, Patrick la piensa así, como a la olvidada Mitzi Gaynor. “La ciudad más grande del mundo se tragó a mi madre”, imagina Patrick de chico y aun de grande, cuando llega a Londres con una mano atrás y otra adelante (una vez más como Oliver Twist) en busca de ese fantasma.
A su alrededor, el mundo arde, pero Patrick no quiere ni enterarse. Sus amigos y compañeros de escuela se dividen en bandos, se arman hasta los dientes, participan de atentados o caen inmolados por sus propias bombas. Pero el personaje imaginado por el novelista irlandés Patrick McCabe (de quien Jordan ya había adaptado otra de sus novelas, The Butcher Boy) sólo piensa en sus fantasías de brillos y lentejuelas. En su largo y sinuoso camino, disfrutará del escenario junto a una banda de rock –Billy y sus Mohawks– de la que se convierte en su andrógino vocalista, y luego se dejará cortar en dos por un mago (Stephen Rea, el mismo de El juego de las lágrimas) que fatiga los pubs de los suburbios de Londres. Y que se enamorará perdidamente de Kitten, sin importarle que antes se hubiera llamado Patrick.
El problema central de Desayuno en Plutón –un título que alude a una vieja canción irlandesa que habla de vivir en las estrellas– es que toda esa farragosa acumulación de episodios nunca llega a construir un sentido, desarrollar un relato capaz de sostenerse de comienzo a fin. Hay momentos mejores y otros no tanto (los peores son aquellos que tienen a Liam Neeson como un párroco culposo por su relación con Patrick, que no es precisamente carnal). Pero si hay alguien que se carga toda la película a sus espaldas y merece ser reconocido por ese esfuerzo es Cillian Murphy. No hay casi un solo plano en el que falte en la película y quien fuera ya una revelación como el siniestro Dr. Crane de Batman inicia demuestra que su evidente histrionismo es capaz de ir más allá de la mera superficie.
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