CINE › “THE MATADOR”, CON PIERCE BROSNAN
› Por Horacio Bernades
Con tal de sacarse de encima la imagen de Bond, Pierce Brosnan parecería dispuesto a todo. Ya en El sastre de Panamá componía a un espía despiadado, manipulador y despreciable, y ahora su personaje de The Matador hace que todos esos parezcan piropos. Primera producción de la nueva compañía de los hermanos Weinstein tras bajar la cortina del sello Miramax, The Matador se propone como reescritura de Pacto siniestro, de Hitchcock, con un asesino a sueldo (Brosnan, claro) cruzando su camino con un tipo común y corriente, a quien tal vez termine convirtiendo en un igual. El problema es que, por aquello de la inversión de roles, en la medida en que el normal se pudre, el asesino se enfrenta con sus propios fantasmas. Con lo cual lo más atractivo que la película tenía termina diluyéndose.
Julian Noble conoce a Danny Wright en México, los dos al borde de una barra, y terminan tomando margaritas hasta que las velas no arden. A Julian no le cuesta nada creer que el otro (Greg Kinnear, la sonrisa más convincente de todo Hollywood) viajó hasta allí para salvar su carrera, después de que el bendito ajuste empresario lo dejó en la calle. Convencer a Danny de su profesión le costará a Julian un poco más. Deberá arrastrarlo hasta el baño en medio de una corrida de toros, frenándose justo antes de mandar al otro mundo a un tipo a quien ni uno ni otro conocen. Con corte a la americana, bigote recto y barba a medio afeitar, Brosnan está más parecido al teniente Mike Torello de Historias del crimen que a aquel espía del Aston Martin y el martini seco. Pero basta verlo cumplir sus encargos con sangre más fría que la de una serpiente para comprender que la única relación que el teniente Torello podría tener con él sería cazarlo como al ofidio que es.
Lo notable de la composición de Brosnan es que la despreciabilidad que su personaje irradia no es sólo de índole moral, lo que lo haría casi más soportable. La mirada de roedor con la que apunta a través de la mira telescópica o estudia a cualquier camarera, el aire ultrasuficiente y sobre todo el modo en que penetra por detrás un pedazo de carne anónima (como si fuera un trabajo de tornería) hacen que casi pueda sentirse el olor rancio que despide su Noble (¡qué apellido para el personaje!). Con licencia para matar, sangre helada y un sexismo de tiempos jurásicos, está claro que Noble es algo así como “Bond, el aceitoso”. Que su oficio lo lleve de México a Rusia, de Rusia a Belgrado y de allí a Tucson, Arizona, no hace más que acentuar el juego de las semejanzas, funcionando como tiro por emboquillada sobre la portería de Ian Fleming.
Más previsible es que la pudrición de Noble se le vaya adhiriendo al bueno de Wright (otro apellido irónico, que suena a right o correcto) y, de paso, también a la rubia esposa de éste (la siempre noble Hope Davis). El problema es que en lugar de hundirlo cada vez más, el director y guionista, Richard Shepard, intenta humanizar al protagonista in extremis, haciendo que la vista se le nuble cada vez que tiene que apuntar a través de la mirilla telescópica. Y ya se sabe que ningún Boogie saldrá ileso de una confrontación con Sigmund Freud.
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