CINE › “HIERRO 3”, UN ESTRENO DE KIM KI-DUK
El director coreano sorprende con una estética menos apabullante pero con una trama que bucea en la soledad contemporánea.
› Por Luciano Monteagudo
Una primera advertencia a los espectadores que conocieron al director coreano Kim Ki-duk a partir de su único film estrenado comercialmente en Buenos Aires, Primavera, verano, otoño, invierno... y otra vez primavera: este nuevo estreno que es Hierro 3 (y que coincide en estos días con la proyección en competencia en el Festival de Mar del Plata de El arco, su film más reciente) no tiene la espectacularidad de los paisajes ni la didáctica budista de su antecesor, pero es quizás una mejor película: más original, menos vistosa, más imprevisible.
En todo caso, ésas son características que han hecho de su cine una constante. Autodidacta, de origen proletario –trabajó en fábricas, revistó en el ejército–, Kim Ki-duk (Seúl, 1960) tuvo sus primeras aproximaciones al mundo del arte a través de la pintura y, cuando llegó al cine, lo hizo como si se tratara de una fuerza de la naturaleza: en diez años ya lleva dirigidos doce largometrajes, la mayoría celebrados en el circuito de festivales internacionales, donde tienen el reconocimiento que la crítica y el público le suelen negar en su propio país.
Es el caso de Hierro 3, ganadora del León de Plata al mejor director y del Premio de la Crítica al mejor film en la Mostra de Venecia 2004, un año particularmente fructífero para Kim, si se considera que esa misma temporada también ganó el Oso de Plata de la Berlinale por la virulenta Samaritan Girl. Aunque muy peculiar, hay una historia de amor en el centro de Hierro 3, como si el director quisiera probar que a pesar de tantas evidencias en su contra –La isla, Dirección desconocida y Bad Guy, vistas en el Bafici– no deja de ser un romántico impenitente.
Utilizando como pantalla un servicio de delivery, un muchacho provisto de una moto va investigando qué casas están circunstancialmente vacías y la mejor manera de introducirse en ellas. El objetivo, sin embargo, no es el robo: como si fuera un homeless posmoderno, el motociclista apenas quiere pasar allí una noche de ronda, hacer de cuenta que es parte de una familia que no conoce, tomar un baño y cocinarse algo como cualquier integrante de la casa, al punto de que suele sacarse a sí mismo fotografías en el lugar, como para tener registro de su pertenencia fugaz a esa intimidad, a esa realidad interior imposible de apreciar desde la calle.
Una tarde, sin embargo, comete un error: en una mansión que cree vacía encuentra a una mujer tan solitaria y silenciosa como él mismo. Es la mujer golpeada de un ejecutivo y, sin mediar palabra, decide subirla con él en la moto. El, que jamás roba nada, ese día se lleva de esa casa una mujer y un palo de golf (al que alude el título de la película). A partir de allí, sus respectivos silencios serán uno solo y recorrerán juntos casas y calles vacías. A esa extraña melancolía que desprende hasta entonces Hierro 3, Kim Ki-duk –un director que suele trabajar por acumulación, nunca por sustracción– le suma de pronto un giro onírico, fantástico, que conviene no revelar. Basta con saber que es, en todo caso, una fantasía ingenua, propia de la naturaleza del cine, capaz de hacer visible incluso lo invisible.
Lo notable de Kim Ki Duk es la manera en que, aun en el filo del kitsch, logra evitar los lugares comunes, para dar paso, en cambio, a una obra siempre perturbadora, plena de aristas ríspidas, de infinitas sorpresas visuales, como si el director trabajara exactamente al revés que la mayoría de sus contemporáneos: primero a partir de ideas de puesta en escena, para las que luego escribe un guión que le permita desarrollarlas.
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