CINE › PARA DESCUBRIR A PETER WATKINS
› Por Luciano Monteagudo
Hay muchos, quizá demasiados cineastas británicos en foco en esta octava edición del Bafici: Lodge Kerrigan, Kevin Brownlow, Bill Douglas, el animador Barry Purves (que ya estuvo en el British Arts Centre hace pocos años). Pero el único que realmente vale la pena seguir bien de cerca es Peter Watkins, que abandonó las Islas Británicas hace cuarenta años, cuando la BBC le prohibió The War Game (1966), a pesar de que la Academia de Hollywood lo premió con el Oscar al mejor documental. Desde entonces, Watkins (Surrey, 1935) se convirtió en ciudadano del mundo, filmando en Escandinavia, Estados Unidos y Francia, donde siguió sufriendo sistemáticos encontronazos con distintos tipos de censura, oficial o de mercado, que sin embargo no le impidieron seguir construyendo una obra de una singularidad esencial, un cine que no se parece a nada o a nadie que no sea él mismo.
Descubierto para los espectadores porteños en el Bafici 2002, con ese acontecimiento que fue La comuna (2000), su último largometraje hasta la fecha (lamentablemente ausente este año), la retrospectiva casi completa que le dedica ahora el festival permite ver la magnitud de la obra de Watkins, un cineasta que desde su primer comienzo ha venido vulnerando las fronteras entre documental y ficción. Su concepto de “documental reconstruido” ya estaba en sus cortos iniciales –The Diary of an Unknown Soldier (1959) y el increíble The Forgotten Faces (1961), una auténtica summa de la épica del cine revolucionario–, y fue perfeccionado en su primer largometraje para la BBC, Culloden (1964), en donde puso de pies a cabeza la noción de film histórico.
Suerte de deconstrucción de la batalla de 1745 en la que el ejército británico literalmente exterminó los clanes escoceses, matando a hombres, mujeres y niños, Culloden –que culmina con la frase “los ingleses destruyeron una raza y crearon un desierto al que llamaron paz”– fue leída en su momento como el comentario más agudo sobre la guerra imperialista de entonces en Vietnam. Y vista hoy, remite directamente a la invasión aliada en Irak. La clave de su perenne modernidad está en el distanciamiento brechtiano del film, que incorpora técnicas de noticiero al minucioso registro histórico de la batalla, incluso con entrevistas a cámara con algunos de sus protagonistas (todos actores no profesionales), que –como en La commune– van describiendo sus impresiones y sentimientos, lo que le da a la película un increíble grado de actualidad.
Otro film imperdible de Watkins, que también conserva hoy un extraordinario poder revulsivo, como si se estuviera refiriendo a conculcación de las libertades individuales en la era Bush y las torturas en las prisiones de Guantánamo y Abu Ghraib, es Punishment Park (1971). La película –cuyo rodaje estuvo a punto de salirse de control– comienza con la bandera de las barras y estrellas flameando en un campo de concentración en California al que, durante la administración Nixon, van a parar los pacifistas, militantes afroamericanos, hippies y otros “elementos indeseables” de la sociedad estadounidense, que quedan bajo brutal custodia punitiva de la Guardia Nacional.
Pasado y presente, ficción y documental se funden de una manera inédita en el cine libertario de Watkins, que en los últimos años se ha convertido también en un feroz cuestionador de los medios masivos de comunicación y de la sociedad del espectáculo, en diatribas que divulga en su sitio web (http://www.mnsi.net/~pwatkins/) y que el Bafici promete publicar en un libro que debería aparecer en los próximos días.
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