Mié 15.02.2012
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CINE › EN DEATH ROW, WERNER HERZOG VUELVE A ABORDAR EL TEMA DE LA PENA DE MUERTE

La más oscura pesadilla norteamericana

El documental consta de cuatro films en los que el director entrevista a igual número de condenados a muerte y plantea que no debería estar permitido que un Estado ejecute personas.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Berlín

En septiembre del año pasado, en el Festival de Toronto, Werner Herzog presentó un estupendo largometraje documental titulado Into the Abyss (Hacia el abismo), que consistía básicamente en una serie de entrevistas a dos jóvenes convictos –Michael Perry, condenado a muerte; Jason Burkett, a cadena perpetua– por el triple asesinato a mansalva de toda una familia de un pequeño pueblo del estado de Texas. Radicado desde hace años en los Estados Unidos, el gran director alemán daba otra de sus “lecciones de oscuridad” (por citar el título de uno de sus mejores documentales) al internarse en un tema que define el grado de violencia de esa sociedad: la pena capital. Y ahora en la Berlinale, siguiendo esa misma línea de trabajo, Herzog acaba de presentar el estreno mundial de Death Row (El corredor de la muerte), cuatro films de 47 minutos cada uno dedicados a profundizar en esa misma dirección, con entrevistas a sendos condenados a muerte.

Exhibidos de corrido, sin solución de continuidad, en una misma proyección en la céntrica Haus der Berliner Festspiele (una nueva sala incorporada al festival, que contó con la presencia de Herzog y todo su equipo), Death Row impresiona como algo más que una mera serie de reportajes para la televisión, para la que originalmente fue concebida. Es verdad que su estructura es menos cinematográfica que la de Into the Abyss, donde el realizador de Fitzcarraldo se permitía más libertades. Pero también hay que reconocer que no se trata –por la gravedad de su tema, pero sobre todo por la manera en que Herzog dialoga con los convictos– del tipo de material que suele verse en una pantalla de TV.

Para que puedan ser emitidos individualmente, cada uno de estos “retratos”, como los llama Herzog, se inicia con el mismo prólogo, un largo travelling que va de las minúsculas celdas de los condenados hasta la cámara mortal, donde se ve una camilla preparada para atar al reo y que su ejecución pueda, eventualmente, ser presenciada por un grupo de testigos, detrás de unos vidrios con barrotes. Sobre esa imagen, se escucha la inconfundible voz del director: oscura, ominosa, de fuerte acento germánico, y no exenta de cierta irónica solemnidad. “En 34 estados de la Unión está contemplada la pena de muerte y en 16 de ellos se la pone en práctica regularmente”, explica la voz de Herzog, a quien nunca se lo verá en cámara. “En todos, se aplica una inyección letal y sólo en el estado de Utah existe la alternativa de solicitar un pelotón de fusilamiento”. Y concluye Herzog: “Como huésped de los Estados Unidos y proviniendo de una historia y una cultura diferentes, respetuosamente me declaro en desacuerdo con la pena de muerte”.

Eso no quiere decir –como ya sucedía en Into the Abyss– que Herzog busque despertar en el espectador la conmiseración por sus entrevistados. Lo primero que les informa, en cámara, es que no por estar haciendo ese film siente simpatía por ellos, ni mucho menos por los crímenes que cometieron. Pero que se opone a la pena capital. “El argumento de que hombres y mujeres inocentes han sido ejecutados es, en mi opinión, algo secundario. No debería estar permitido, bajo ninguna circunstancia, que un Estado ejecute a nadie, por ninguna razón”, explicó Herzog aquí.

Según el director, los films de Death Row “no pretenden establecer la culpa o la inocencia de nadie”. “Para eso están los tribunales de Justicia. Y las películas no son una apología de los crímenes cometidos. Para mí está absolutamente claro que los crímenes de estas personas son monstruosos. Pero los perpetradores no son monstruos, son seres humanos. Y por lo tanto, deben ser tratados con respeto. Para mí, como director, el equilibrio, el tono justo en los diálogos es esencial: a pesar de que mi posición es clara, no me manejo con la furia del activista; tampoco hay falso sentimentalismo; no hay conmiseración; no hay camaradería; pero hay un sentido de solidaridad con los convictos en relación con sus apelaciones y batallas legales para demorar su ejecución o transformarla en una cadena perpetua. Y, sobre todo, está la idea de que estos individuos son seres humanos.”

De los cuatro casos que presenta Death Row, el más impresionante seguramente es el de James Barnes, condenado por la violación y asesinato a martillazos de una mujer, a la que luego prendió fuego en su propia cama. Ya en prisión, y después de haberse convertido al islamismo, el reo sugirió haber matado a una mujer y a un adolescente, dos crímenes que estaban sin resolver y que Barnes termina confesando a cámara. Y, sin embargo, contra todo lo que podría pensarse, y a pesar de llegar a la entrevista encadenado de pies y manos, Barnes no parece Hannibal “The Cannibal” Lecter: se lo ve como a un hombre equilibrado y sereno, dueño de un discurso articulado y capaz de emocionarse sinceramente cuando Herzog le cuenta que ha logrado comunicarse con su padre, aunque no aceptó ser filmado. Es la hermana de Barnes quien –con una sinceridad desarmante– cuenta que su hermano James ya era violento desde chico, que ahorcaba gatos y los prendía fuego. Pero que ese padre que, en una foto amarillenta, se ve rodeado amorosamente por su esposa y sus pequeños hijos, los sometía a unos brutales “manteos” que había aprendido en el ejército. Y que alguna vez también llegó a abusar de ellos sexualmente.

Son estos círculos concéntricos de humillaciones, castigos y violencia lo que la serie de films de Herzog va descubriendo a lo largo de cada uno de estos retratos. Y al operar por acumulación, Death Row va poniendo al desnudo el carácter estructuralmente violento y vengativo de la sociedad estadounidense, que sigue marcado a fuego por la noción bíblica del “ojo por ojo y diente por diente”. Como suele hacer últimamente con la mayoría de los personajes de sus documentales más recientes, Herzog también les pregunta a cada uno de sus condenados por sueños. ¿Con qué sueñan por las noches? Y lo que encuentra no es precisamente el “American Dream”, sino la más oscura pesadilla norteamericana.

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