CINE › YASUZO MASUMURA, EL MAESTRO QUE FALTABA
Una poderosa e irresistible fuerza del mejor cine japonés
A partir de mañana, la sala Leopoldo Lugones dará a conocer la obra de un talento desconocido hasta ahora en la Argentina.
› Por Horacio Bernades
Una cantera inagotable: eso representa el cine japonés para el cinéfilo curioso, desde el momento mismo –comienzos de los años ’50– en que Occidente lo descubrió oficialmente. El pabellón de oro donde el cinéfilo local celebra sus revelaciones niponas es, ya se sabe de sobra, la sala Lugones del Teatro San Martín. Prolongando la gloriosa tradición descubridora que, a lo largo de la última década, lleva de Ozu a Takeshi Kitano, de Kitano a Kenji Mizoguchi, de Mizoguchi a Shohei Imamura, de Imamura a Mikio Naruse y de Naruse a Kon Ichikawa y Kinji Fukasaku, el nuevo nombre a descubrir que proponen los programadores de la Lugones es el de Yasuzo Masumura. Dueño de una obra vasta, ecléctica y robusta, Masumura (1924-1986) era hasta ahora enteramente desconocido en la Argentina. Sólo hasta ahora. A partir del jueves próximo y durante dos semanas habrá ocasión de practicar un nuevo retiro cinéfilo en el décimo piso del Teatro San Martín, para despegar, contando hasta once, rumbo al planeta Yasuzo.
Once son las películas que integran el ciclo Yasuzo Masumura: Descubrir a un Rebelde, que el Complejo Teatral de Buenos Aires y la Fundación Cinemateca Argentina desplegarán desde el jueves 4 hasta el martes 18, con el auspicio y la colaboración del Centro Cultural e Informativo de la Embajada de Japón. Se trata de copias flamantes en 35 mm, enviadas especialmente desde Tokio por ese benemérito proveedor de vicios cinéfilos que es The Japan Foundation, que permitirán que la obra de este cineasta inapreciable (e inapresable) pise por primera vez no sólo la Argentina, sino América latina en su totalidad. Once sobre sesenta (ésa es la cifra aproximada de la producción de Masumura, desde fines de los años ’50 hasta mediados de los ’80) a algunos podrá parecerles poco. Sobre todo a quienes se inicien en el rito y se queden con ganas de más.
“Una poderosa e irresistible fuerza ha desembarcado en el cine japonés”, se exaltó a fines de los años ’50 un joven Nagisa Oshima, más tarde realizador de El imperio de los sentidos y Furyo, entre otras. Lo que despertó el grito de guerra de Oshima fue Besos, ópera prima de Masumura, que abre el jueves el ciclo de la Lugones (ver detalle aparte) y abrió, en su momento, nuevos caminos para el cine japonés. Formado como asistente de dirección junto a Kenji Mizoguchi y Kon Ichikawa y con estudios en el Centro Sperimentale de Roma, el doctor en filosofía Yasuzo Masumura anticipa en Besos no sólo lo que se conocería de inmediato como “nueva ola” del cine japonés. Allí adelanta incluso temas, enfoques y modos de narrar que caracterizarían, un par de años más tarde (Besos es de 1957, Sin aliento del ’59), a la mismísima nouvelle vague francesa. Filmada en una “fluida, aireada fotografía en blanco y negro” (según anotó en su momento el crítico estadounidense Jonathan Rosenbaum), la ópera prima de Masumura reniega de acontecimientos para dedicarse a seguir, durante un día, a una pareja de jóvenes. A pie, en patín o en moto, ambos intentarán zafar de la condena social que ha llevado a sus padres a prisión.
Pero Masumura jamás fue un cineasta “independiente”, en el sentido que se lo entiende hoy, sino un hombre de los estudios, a la manera tradicional. Más cerca de un Sam Fuller o un Nicholas Ray que del propio Oshima o Imamura –nombres presidenciales de la nueva ola nipona–, este empleado a sueldo de la compañía Daiei fue un cineasta de género, dedicado a desarrollar su propio discurso y visión desde las entrañas de un sistema que multiplicaba comedias populares, melodramas, films de gangsters, biografías de personajes famosos o películas de espionaje. De todo ello habrá en el ciclo de la Lugones, y en todos los casos habrá ocasión de apreciar hasta qué punto Masumura subvertía no sólo la institución cinematográfica sino incluso los bastiones políticos, sociales o culturales en los que se sostenía la muy tradicional sociedad japonesa. Apoyándose con frecuencia en heroínas sobre las cuales la sociedad de su tiempo hacía recaer modelos y represiones, desdiciendo desde el interior de esas películas de género las bondades del famoso “milagro japonés”, torpedeando las bases de la economía de capital, el nacionalismo y los roles matrimoniales, la obra de Masumura aparece hoy como un monumento en miniatura, de formas cambiantes y engañosas. En blanco y negro o fulminante technicolor, habrá que prestarle atención a la anticipación juvenil de Besos (1957), la feroz sátira socio-económica de Gigantes y juguetes (1958), el desaforado melodrama lésbico de la increíble Manji (1964), la devastadora tragedia de espionaje de La escuela de espías de Nakano (1966), la tortuosa erótica de Irezumi (1966) o el delirio de amour fou sadomaso de La bestia ciega (1968) para convencerse de ello. Entre unas y otras y como frutilla en el postre, el mismísimo autor de El pabellón de oro, Yukio Mishima, en su único protagónico para cine, haciendo de yakuza golpeador e ineficaz de Con miedo a morir (1960). Allí, un asesino asmático lo persigue para matarlo, reemplazando la falta de inhalador con un ubicuo pañuelo de bolsillo.
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