CINE › SOLEDAD Y LARGUIRUCHO, DE MANUEL GARCIA FERRE
› Por Juan Pablo Cinelli
Abordar una película como Soledad y Larguirucho representa un ejercicio interesante y hasta un desafío, en tanto obliga a establecer un marco claro para la práctica crítica. Es decir, marcar una divisoria de aguas que indique si no dónde comienza, al menos sí dónde termina el cine. Quizá sea necesario –porque la película misma obliga a ello– recordar que, entre otras cosas, el cine es un arte narrativo y la primera dificultad con la que se encontrará el espectador que decida acercarse a ver Soledad y Larguirucho es justamente su debilidad, su precariedad narrativa. No hay en la película una historia que contar, sino apenas una anécdota decorada con un montón de situaciones, que a modo de tumores van apareciendo en torno de esta mínima premisa narrativa, sin que ninguna de ellas lleve nunca a ningún lado. Esa anécdota se reduce a que la Bruja Cachavacha envidia la voz de la Sole y junto al Profesor Neurus y sus secuaces de siempre, Pucho y Serrucho, intentará hacer fracasar a la cantante de Arequito, embarcada en una especie de gira por la provincia de San Luis.
Así y todo la secuencia de títulos iniciales, aun evidenciando una diferencia notable con producciones animadas de primer nivel, luce digna en la simplicidad del retrato paisajístico de una madrugada de campo, con la cámara moviéndose entre la cálida luz del sol que nace y las flores de los cardos, culminado en la panorámica de un ranchito en medio del monte. Pero ahí se termina lo bueno. Acto seguido la escena se traslada dentro de la tapera, donde Larguirucho se despereza en el catre y entre dormido exclama: “¡Amanece... que no es poco!”. Esa sola escena materializa casi todos los problemas de esta película. En cuanto al trabajo de animación, las capas escénicas del dibujo –aquello que daría la profundidad de campo– son como agua y aceite, motivo por el cual el primer plano parece un recorte que nunca (o casi nunca) llega a integrarse con el fondo. La frase que dice el personaje, la primera línea de la película, deja en claro que si ya no había nada nuevo para ver, tampoco habrá nada nuevo que escuchar en el relato. Y por último, los personajes de García Ferré. Puede admitirse su tono inocente si se los ve en el contexto de una serie animada de televisión con más de 50 años, como Hijitus; pero pretender que sean admitidos sin el más mínimo aggiornamiento en los albores del siglo XXI es por lo menos descabellado, para decirlo con respeto. Lejos de parecer simpáticos, la mayor de las veces Larguirucho y compañía parecen tontos.
Lo cual nos lleva a lo más grave de todo. Porque si los personajes animados lindan con la vergüenza ajena, ¿qué queda para quienes se han prestado a interactuar con ellos? Ni hablemos de los cameos entre desperdiciados e innecesarios de Capusotto, Carlitos Balá o el Chaqueño Palavecino. Pero la escena de Soledad vestida de marinerita, entonando “La cuchara viento en popa cruza por un mar de sopa”, mientras derriba la cuarta pared junto a Larguirucho, pretendiendo que grandes y chicos la acompañen a cantar semejante línea, amerita una pregunta. ¿Por qué? Eso por no hablar del tour que los personajes realizan montados en la escoba de Cachavacha, por una provincia de San Luis (la película es una producción de San Luis Cine) que se parece mucho a Dubai: una sucesión de modernos edificios aislados en medio del desierto puntano, que no aportan al relato más que la mera (y poco efectiva) promoción turística. Por mucho menos se lo ha despanzurrado a Woody Allen.
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