CINE › CANAL ENCUENTRO EMITE LA PELíCULA SHOAH, DE CLAUDE LANZMANN
El documental de nueve horas y media de duración se verá a partir de hoy, dividido en capítulos. Cinco historiadores del cine analizan los conflictos que plantea esta película imprescindible sobre el Holocausto, donde se entrevistan víctimas, testigos y verdugos.
› Por Oscar Ranzani
Hace veintisiete años, y cuatro décadas después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, el director francés Claude Lanzmann estrenó una obra fundamental e infaltable a la hora de analizar el Holocausto a través del cine: el documental Shoah, de nueve horas y media de duración. Considerado el film sobre el genocidio perpetrado por los nazis contra los judíos europeos, Shoah se diferencia, en su concepción, de películas que llegaron después como, por ejemplo, La lista de Schindler, de Steven Spielberg, estrenada en 1994 en la Argentina. Es que Shoah es un film muy riguroso en su investigación y ciento por ciento testimonial, con la particularidad de que Lanzmann entrevistó a víctimas, testigos y verdugos de aquel terrible hecho que marcó la historia del siglo XX. Se trata de testimonios que adquieren trascendencia por la información que otorgan en algunos casos y, en otros, por la intensidad emocional que expresan. Otro de los aspectos que le dan personalidad al documental es que el director no utilizó imágenes de archivo para elaborar el relato, ni acompañamiento musical, ni voz en off, como una manera de reafirmar la idea de que el Holocausto es irrepresentable. Por primera vez en la televisión argentina, se emitirá el film completo: desde hoy a las 23 por Canal Encuentro, a lo largo de ocho lunes consecutivos (una hora por cada lunes).
“El impacto generacional de Shoah fue fuerte porque es una nueva mirada sobre el Holocausto, una mirada descarnada que sirvió para crear conciencia sobre ese hecho”, señala Miguel Angel Rodríguez, docente de Historia del Cine en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (Enerc). Por su parte, Nicolás Zukerfeld, profesor de Historia del Cine de la Universidad del Cine (FUC), considera que el documental de Lanzmann planteó una nueva postura respecto de la imagen de la Shoah: la posibilidad o no de representarla. “Yo creo que eso generó un quiebre en lo que tiene que ver con las películas sobre el Holocausto”. Su colega, Hernán Hevia –también docente de Historia del Cine en la FUC– explica que “por un lado, Shoah tiene el impacto de una escala (duracional) en el cine; no en la televisión, dado que en el juicio a Eichamnn, puesto en escena para ser emitido en vivo, se pudieron escuchar, sólo escuchar, tantos y no menos excepcionales, testimonios. Veinticuatro años antes y durante unos cuatro meses”.
Se puede asegurar que con Shoah hay un antes y un después en el abordaje cinematográfico del Holocausto. El titular de Historia del Cine de la FUC, David Oubiña, coincide con esta afirmación: “Shoah es un documental poderosísimo. Que esté o no de acuerdo con las posturas de Lanzmann, que esté o no de acuerdo con en qué medida la película lleva a cabo lo que Lanzmann formula, lo cierto es que cuando uno ve las nueve horas de película es de un aspecto demoledor. Y es un aspecto de un rigor que yo pocas veces he visto en otros documentales, no sólo de los campos de concentración, sino en documentales a secas. Me parece que luego de Shoah la idea de cómo se tiene que mostrar el Holocausto cambió radicalmente”.
Una de las ideas centrales en la concepción del abordaje cinematográfico del Holocausto tiene que ver con el problema de la representación: ¿es posible representar el horror? Lanzmann cree que no. Por eso, su película es totalmente testimonial. “No puede ser representado o, a partir de Lanzmann, la representación del horror cambia su estatuto”, explica Rodríguez. Zukerfeld reconoce tener opiniones encontradas con el cineasta francés: “El tiene una posición muy dura respecto de lo que es la posibilidad de representar el horror. Y lo dice directamente: `No puede haber imágenes de la Shoah’”, comenta el docente. Y recuerda que Lanzmann tuvo una declaración muy fuerte cuando se abrió el debate a partir del estreno de La lista de Schindler, diciendo directamente que si él hubiese encontrado filmaciones adentro de las cámaras de gas, “las habría destruido”.
Oubiña, en tanto, señala que la decisión del realizador francés “es admirable. La respeta durante las nueve horas y pico que dura la película”. Pero Oubiña también cree que “habría que poner en cuestión la prohibición de la representación, dado que el hecho de que no se muestren imágenes de archivo no quiere decir que Lanzmann no esté representando. Todos los testimonios que aparecen en la película son testimonios que aparecen puestos en escena. Es decir, Lanzmann encuadra, decide la duración, decide con qué lo compagina. En cierto sentido, Lanzmann tampoco está accediendo a la verdad de un modo directo. También está representando la representación. Que no la represente a través de imágenes de archivo no significa que en la película no haya representación. Obviamente, es evidente que los mismos testimonios leídos o grabados no tendrían el mismo peso que al ser filmados”. En líneas similares opina Natalia Taccetta, docente de Géneros y Estilos Audiovisuales de la carrera Artes Audiovisuales del IUNA: “No hay material de archivo, pero hay un montón de representaciones. No hace falta más que ver los primeros cinco o diez minutos de la película con un sobreviviente que va en una canoa cantando la canción que cantaba cuando tenía trece años. Eso le permitió sobrevivir porque a los nazis les gustaba su voz. Si eso no es representación cinematográfica, no sé qué es representación cinematográfica”.
A lo largo del documental no se muestran imágenes de cadáveres, panorámicas de presos esqueléticos ni montañas de cuerpos destrozados y amontonados unos sobre otros. ¿Esto habla de una postura ética respecto al tema que toca? “Sí, indudablemente –afirma Taccetta–. Hay algo de no mostrar el horror, supongo que para no estetizarlo, para no convertirlo en un objeto de ‘fruición estética’ y abordarlo del modo más descarnado posible, que para él es la voz del sobreviviente. Hay una ética cinematográfica, política y estética.” Su colega Rodríguez coincide: “La ética está justamente en qué es lo que sugiere y qué es lo que uno muestra”. Oubiña recupera una polémica muy fuerte que hubo entre Lanzmann y Jean-Luc Godard sobre qué se podía o se debía mostrar acerca de los campos de concentración. “Godard sostenía que sí era necesario mostrar, mientras que Lanzmann se negaba a la posibilidad o al deber de hacerlo”, subraya Oubiña. Y agrega que “tuvo que ver con una decisión moral en el sentido de no hacer de eso un espectáculo. Cualquier imagen tiene siempre ese valor espectacular. Y mostrar imágenes de los cadáveres o de las montañas de muertos era, de algún modo, espectacularizar una situación”.
Zukerfeld sostiene que no se trata solamente de una postura ética sino también cinematográfica: “El cine se basa en mostrar las cosas y no mostrarlas. Lo que dice Lanzmann –y de ahí su rigor y su postura radical– es: ‘Esto no se puede mostrar, no se tiene que mostrar’. Entonces, hay una decisión moral, ética respecto de algo formal. Mostrar o no mostrar las cosas en el cine son decisiones formales, pero automáticamente también se convierten en decisiones éticas y morales”. Hevia, en tanto, considera que una película que narra hechos sucedidos entre treinta y cuarenta años atrás (Lanzmann la estrenó en 1985 y la Segunda Guerra terminó en 1945) “muy excepcionalmente podría filmar cadáveres”. Y continúa su argumentación de la siguiente manera: “No acudir a imágenes de archivos es precisamente marcar lo histórico de ese modo de representación, es representar desde ese, desde aquél, y no otro, presente. No mostrar cadáveres, cuando se ha aludido a ellos, podría obedecer a que se presupone su existencia, más allá de que hayan sido filmados o no. Pero, además, apenas filmado un plano, ¿no se ha vuelto ya parte de un archivo? Recordemos que las filmaciones (con las fotografías pasa otra cosa) de los cadáveres son del momento de la liberación de los campos. Y que si aún no nos hemos encontrado con esos planos, están los grabados de Goya o la muestra de fotos de Paul Lowe en Sarajevo hacia 1994 para empezar ese recorrido”.
Hay una filmación en Shoah que, en su momento, despertó otra discusión. Es la imagen de Franz Suchomel, guardia SS del campo de Treblinka. Este nazi dijo que iba a hablar si no lo filmaban. Pero Lanzmann lo filmó con una cámara oculta y reveló su identidad. Por un lado, hubo un engaño, pero si no hubiera hecho eso, el genocida no hubiera relatado aspectos importantes sobre el método de exterminio nazi. “Me parece que es un engaño que tiene que ver con una cuestión ética: no ser cómplice de esa situación. Si él hubiera aceptado, creo que, en parte, hubiera sido cómplice, porque hubiera dañado la posibilidad de la memoria y de la justicia”, comenta Rodríguez. Taccetta compara la situación con la cámara oculta que le realizó Carlos Echeverría a un jerarca militar en Bariloche para el film Juan, como si nada hubiera sucedido, una de las películas más importantes sobre el tema de la dictadura argentina. “Y es complejo, porque éticamente no está bien, y uno no tendría que caer en el argumento relativista de: ‘Bueno, como el tipo era malo, es correcto y vale la pena’”.
Zukerfeld también cree que ése es un aspecto complicado y que siempre se lo cuestiona cuando ve las cámaras ocultas en la televisión. “Las cámaras ocultas que detectan estafas se tendrían que pasar en los juicios. Deberían servir para enjuiciar a la persona y no para hacer un programa de tele. Ahora, este caso particular es muy difícil. Más allá de que yo esté de acuerdo o no con que se le haga una cámara oculta a un nazi, la pregunta sería: ¿Esa información que da el nazi nosotros no la sabíamos, no la podíamos saber de otra manera? ¿Era necesaria para la película? ¿No alcanzaba con poner que esa persona se negó a ser filmada? ¿No se podía poner una cámara afuera y contar este hecho? Lanzmann dice que hay cosas que no se pueden representar. ¿Eso sí? Automáticamente, una persona podría decir: ‘Bueno, el de la cámara es un nazi’. Pero lo que pasa es que ahí el rigor cinematográfico trastabilla un poco. Pero yo no tengo una respuesta concreta”, concluye Zukerfeld.
Oubiña cree tener y, a la vez, no tener una respuesta. “En realidad, finalmente, uno como espectador agradece que Lanzmann no haya dejado de filmar, porque si hubiera tendido a ese dictum moral a ultranza no tendríamos el testimonio del SS”, subraya Oubiña. De todos modos, “creo que ése es el límite del documental y creo que no sólo aparece en la película de Lanzmann sino que surge siempre en el documental en general: hasta dónde uno tiene derecho a acercarse, hasta dónde el fin justifica los medios”. Para este docente de la FUC esto es un problema porque “las contradicciones que se le plantean al cineasta se nos plantean a nosotros como espectadores. En principio, yo diría que no corresponde. Un cineasta tiene que ser honesto y no puede utilizar métodos sucios para obtener testimonios. Al mismo tiempo, es cierto que el testimonio del SS, con esa canción terrible que canta que les hacían cantar a los prisioneros, es un testimonio invalorable, en otro sentido. Por lo tanto, yo creo que hay un límite sobre el cual yo tengo un principio moral respecto de lo que debería o no hacer un cineasta en este caso, pero al mismo tiempo, me doy cuenta de que no tengo respuesta, dado que finalmente el testimonio es valioso y uno termina rindiéndose ante la evidencia de ese valor”.
“Al mismo tiempo, la película está en tensión con la misma filmografía de Lanzmann –opina Hevia—, desde ¿Por qué Israel? y Tsahal, que afianzan la relación con Israel que podría presuponer el mismo título, hasta aquellos films que podrían considerarse satélites de Shoah, como Sobibor, Un vivant qui passe y El informe Karski.” Hevia se pregunta: “¿Por qué estos otros testimonios fueron excluidos de Shoah, aun cuando algunos fueron filmados durante su proceso? ¿Podría pensarse Shoah desde las excepciones (Sobibor narra cómo escaparse de un campo)? Más aún: incluso en la misma película hay ciertos testimonios en los que Lanzmann procede de otro modo; las tensiones también son internas. Cómo filma tanto al SS Franz Suchomel (una cámara oculta) como a Abraham Bomba (quien pide reiteradas veces que dejen de filmarlo, quien llega a balbucear para sí algo intraducible), más que en las informaciones que dan, expone cuál es su lugar en la filmación. Ese borde de cuadro, esas repreguntas, adquieren una cierta presencia, pero que es distinta, una vez más, en cada momento. ¿Y por qué no sucede algo homólogo pero en el montaje? No una ‘ética de lo visible’ (G. Wajcman), sino justamente una mirada crítica”, concluye Hevia.
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