Lun 22.05.2006
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CINE › LA COMPETENCIA OFICIAL HACE AGUA EN EL FESTIVAL DE CANNES

Las palmas están muy lejos

Los films Selon Charlie (Nicole García), Red Road (Andrea Arnold), Southland Tales (Richard Kelly) y Fast Food Nation (Richard Linklater) decepcionaron en el Grand Theatre Lumière.

› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes

El sol no siempre brilla para todos. A pesar de los días cristalinos y luminosos de la Costa Azul, la decepción se apoderó este fin de semana de la competencia oficial del festival, acostumbrado –más que ningún otro– a marcar tendencias, a poner en el mapa a un film o a un director. O también a quitarlos, como es ahora el caso. Los rumores corren rápido –y con malicia– a lo largo de la Croisette, en los bistrôts frente al mar y en los pasillos del Palais des Festivals. Y no son palabras de entusiasmo, precisamente, las que se escuchan entre la prensa especializada, que este año superó la barrera de los 4000 acreditados. Varios films sufrieron estos días en el enorme Grand Theatre Lumière apenas aplausos de compromiso, tímidos silbidos o a lo sumo, con suerte, un piadoso silencio, cambiados más tarde por críticas despiadadas.

La primera en desilusionar fue una de las películas locales, Selon Charlie, de Nicole García, la excelente actriz que hace tiempo ya demostró ser también una sólida directora, con Place Vendôme y El adversario. Ahora llegó a Cannes con un film coral, un poco a la manera de Magnolia o Ciudad de ángeles, una multiplicidad de historias simultáneas que se van entrelazando entre sí con la idea de ir cobrando un sentido. El problema de la nueva realización de Madame García –que tiene entre su elenco nombres de peso en el cine francés, como Jean-Pierre Bacri, Vincent Lindon y Benoit Magimel– no es sólo que ese sentido nunca llega a aparecer con claridad, más allá de la mirada condescendiente con que mira a un pequeño pueblo del interior profundo de Francia, hecho de banalidad y pequeñas mendacidades. Lo que defrauda de Selon Charlie es la manera en que una directora que había probado tener una voz propia se pliega ahora a una fórmula ya muy trajinada por cierto cine norteamericano, a la que no le aporta nada nuevo salvo el color local.

Más dividido fue el caso de Red Road, la ópera prima de la directora escocesa Andrea Arnold, viaje al infierno personal de una mujer de Glasgow, que debe hacer frente al reencuentro con el hombre responsable de la muerte de su marido y su pequeña hija. Un sector de la crítica valoró sobre todo la primera parte del film, que utiliza con eficacia las decenas de cámaras de vigilancia de la ciudad, esos ojos electrónicos que –con la excusa de proveer seguridad– se inmiscuyen en las virtudes públicas y los vicios privados del prójimo. Pero cuando el film deja esos efectos para concentrarse en su trágica historia comete el mismo pecado que el film de Nicole García: se ubica por encima de los personajes, a quienes alternativamente castiga o perdona, como si la directora hubiera cambiado la cámara por el púlpito.

Más grave, sin embargo, fue el caso de Southland Tales, el segundo largometraje del director norteamericano Richard Kelly, después de su elogiado debut con Donnie Darko, en el 2001. La película venía precedida de cierto misterio y expectativa previa e incluso el diario Libération, en su edición del miércoles pasado, en la apertura del festival, se lanzó apresuradamente a calificarla –en tapa, nada menos– como la sorpresa de este año de Cannes y el Ovni que no había que dejar de ver. A diferencia de lo que sucedió el año pasado con Batalla en el cielo, del mexicano Carlos Reygadas, Southland Tales no sólo no se benefició de este ruido previo, sino todo lo contrario: su caída fue aún más estrepitosa, al punto que los críticos de los principales medios estadounidenses dudan incluso que la película llegue siquiera a estrenarse en su país, al menos con la exagerada duración con que se presentó aquí en Ca-

nnes: dos horas cuarenta minutos.

Suerte de sátira futurista a la manera de Kurt Vonnegut –pero sin el vuelo del autor de Slapstick y Matadero cinco– el film de Kelly, de un mal gusto que no parece del todo premeditado, imagina un futuro apocalíptico, muy parecido al que vive hoy los Estados Unidos: los políticos republicanos se muestran muy orgullosos de la llamada “Ley Patriótica”, que suprime libertades (y voluntades) individuales, al mismo tiempo que un inesperado holocausto nuclear ha desatado nuevos negocios surgidos de la lucha por la supervivencia. Todo en el film de Kelly está pintado con un trazo grueso que no suele ser habitual aquí en Cannes y que, por otro lado, tampoco parece capaz de atraer la atención del gran público, con sus pretensiones literarias (la película se inicia con una cita de Los hombres huecos, el gran poema de T.S. Eliot) y su visión kitsch antes que distópica de un futuro inminente.

Es significativo que el otro film estadounidense en competencia, Fast Food Nation, de Richard Linklater –también una decepción para la mayoría de los medios acreditados en Cannes– se proponga como un film político, crítico de la administración Bush (y de un pueblo que lo sigue apoyando desde su indiferencia y su silencio), pero que en el afán de hablarle a todo el mundo en general termina por no hablarle a nadie en particular, como si no sólo fuera incapaz de encontrar un punto de vista, sino también un interlocutor con quien comunicarse.

En medio de este páramo, una película como Iklimler, del director turco Nuri Bilge Ceylan, ayer cayó casi como una bendición sobre esta errática edición del Festival de Cannes. En el Bafici y en la Sala Lugones se conocieron los tres films previos de Bilge Ceylan e incluso uno de ellos, Nubes de mayo, muy inspirado por el cine de Abbas Kiarostami, llegó a disfrutar de un módico estreno comercial en Buenos Aires. No se puede decir que Iklimler (un título que el catálogo del festival traduce como Climas) esté a la altura de la obra previa del director, pero es sin duda un film sólido, pleno de ideas y de una impactante estética visual, producto no sólo de su rodaje, sino también de su proyección en el novísimo sistema digital de alta definición, que de aquí a diez años va a terminar reemplazando en las salas de todo el mundo al viejo celuloide que fue el soporte analógico del cine en su más de un siglo de existencia.

Hiperrealista en la imagen, que aprovecha todas las posibilidades de digital como si el director utilizara un microscopio (tal es la materialidad de sus primeros planos), el film es sin embargo metafórico en su puesta en escena. Iklimler comienza en unas ruinas romanas del sur de Turquía, donde la pareja integrada por Isa y Bahar (a cargo del director y su esposa) vive su propia desintegración, expone sus propias ruinas bajo el sol inclemente del verano. La lluvia de otoño y la impenetrable nieve del invierno irán marcando otras estaciones en el devenir de esa pareja, que nunca llega a conocer la primavera. El formalismo extremo del film, un poco a la manera de Antonioni, a veces se impone a su historia, pero aún así la nueva película de Bilge Ceylan logra un lugar preponderante en esta desigual competencia, a la que todavía, por suerte, falta agregar nombres de peso, como el italiano Nanni Moretti, el francés Bruno Dumont y el portugués Pedro Costa. Nunca es tarde para el buen cine.

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