CINE › “EL SABOR DEL TE”, DEL JAPONES KATSUHITO ISHII
Combinando con infrecuente fluidez lo más clásico y lo más moderno de su país, Ishii consigue una obra subyugante.
› Por Horacio Bernades
El té, la práctica del go, las flores del cerezo, los girasoles, la danza tradicional, el paso del tiempo, el esplendor de la naturaleza y su contemplación. Pero también el animé, el manga, la yakuza, lo que se sale de la norma, el absurdo y la digresión, la más escatológica de las bromas incluso. Se diría que en El sabor del té, Katsuhito Ishii quiso reunir el Japón más tradicional y ortodoxo con el otro, el de la más radical modernidad. Hasta tal punto lo logró que el opus 3 de este realizador que acaba de cumplir 40 años (después de Sharksin Man and Peach Hip Girl y Party 7, estrenadas en 1999 y 2000) es posiblemente la película más japonesa, y a la vez la más idiosincrática e intransferible, que el cine de su país haya dado en años. Así fue reconocido cuando se presentó en Cannes, siendo considerada por muchos la más original de la edición 2004 del festival de festivales. Ahora, cuando una nueva edición de Cannes se aproxima a su cierre, hay ocasión de conocer en la Argentina esta rara gema del cine asiático, en la que lo clásico y lo moderno se aúnan con infrecuente fluidez.
En verdad, no es lo primero de Ishii que se conoce aquí. Aunque tal vez su nombre no haya trascendido del todo, él es el autor del sangriento, violentísimo animé en el que se narraba, en la primera parte de Kill Bill, el asesinato de los padres de O-Ren, el personaje de Lucy Liu. Cuyo apellido no era otro que Ishii (saludo de Tarantino a su admirado amigo). Iniciado en los comerciales de televisión, el animé y su pariente gráfico, el manga, son seguramente la matriz en la que Ishii forjó su estilo. No sólo por sus propias incursiones en el rubro (incluyendo varios cortos), sino por la deuda que sus creaciones live action guardan con la animación de su país. Según dicen quienes las vieron, Sharksin Man ... y Party 7 no son otra cosa que “mangas con actores”, y de hecho Ishii no escribe los guiones de sus películas... sino que los dibuja, plano a plano. No deben extrañar entonces la enorme cantidad de referencias al comic y la animación japonesas que se apilan en El sabor del té, incluyendo un personaje (la mamá) que es artista de animé, otro (un tío) que dibuja mangas, un animé de dos minutos, cameos de varios artistas del género (entre ellos el creador de Neon Genesis Evangelion) y, sobre todo, la inclusión de técnicas de animación combinadas con actores.
Habitantes de la campiña, los Haruno parecen marcados por el arte y las aventuras del espíritu. A los dibujos de mamá Yoshiko y el tío Todoroki se le suma el abuelo, dibujante también y bailarín (el anciano luce un pelo tan parado como el de Diego Capusotto en Todo por 2$), un papá que es odontólogo pero practica la hipnosis, otro tío músico (Tadanobu Asano, posiblemente el actor más popular del actual cine japonés) y dos hijos, la pequeña Sachiko y el preadolescente Hajime, que tienen la cabeza más en las nubes que sobre los hombros. Sachiko no puede dejar de imaginar un doble agigantado de sí misma, que no deja de observarla (y que da lugar a algunos de los momentos visualmente más llamativos de la película), mientras que Hajime está perdidamente enamorado de una nueva compañera de colegio, a la que intentará conquistar jugando al go. En la sorprendente escena de apertura, Hajime persigue un tren en el que va la chica, no lo alcanza y es entonces que el tren de su imaginación sale literalmente de su frente y remonta vuelo, recordando una escena bastante semejante de El viaje de Chihiro (Mi vecino Totoro es otra película de Hayao Miyazaki a la que El sabor del té evoca fuertemente).
Suerte de Los excéntricos Tenenbaum en versión oriental y rural, a diferencia de la película de Wes Anderson, la de Ishii se presenta atravesada por la calidez, el lirismo y la contemplación. Es verdad que aparecen un extraño bailarín parafinado, un bateador de béisbol con superpoderes, un par de disfrazados de Meteoro, un cuento disparatado que incluye a una calavera, un yakuza y un sorete sobre su cráneo, una chica fragilísima que le rompe el alma a patadas a un pretendiente soplón y una canción pop que “si la escuchás mucho te derrite el cerebro”. Todo esto funciona como un sistema de fugas, ocurrencias, digresiones, al que apela Ishii como modo de jaspear el relato.
Pero si algo domina ese relato, es la naturaleza, cuyo esplendor (transmitido en planos de gran profundidad de campo, con pasturas ocupando siempre el primer plano, como en Mi vecino Totoro) parece replicar el de unos personajes en permanente estado de espiritualidad. Una espiritualidad a veces exultante, como la del enamoradísimo Hajime y sus paseos en bicicleta, y en otras ocasiones reconcentrada y secreta. Tal es el caso del melancólico tío Ayano, que no logra reponerse de un amor perdido, y del abuelo, que después de su muerte revelará un tesoro gráfico que parecería el completo memorial de los Haruno. Familia a la que, más allá de su excentricidad (o quizás justamente por eso), de aquí en más no será fácil olvidar.
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