CINE › “X-MEN: LA BATALLA FINAL”, DE BRETT RATNER
› Por Horacio Bernades
Se llama La batalla final pero por esas cosas del negocio no es la batalla final, como el propio the end de la película deja claro, con ese obvio “continuará”. Y del último-último plano, después de los créditos. No estaría mal que esta tercera parte de X-Men fuera la última, porque así como no agrega nada nuevo, no da la sensación de que la cuarta vaya a hacerlo. Dirigida por el impersonalísimo Brett Ratner (a diferencia de las anteriores, a cargo del más talentoso Bryan Singer), X-Men 3 es más de lo mismo. O menos de lo mismo, como suele suceder con las secuelas cuya única razón de ser es seguir sacándole jugo a la franquicia.
La batalla tiene lugar al final y enfrenta a dos grupos de mutantes: los que conduce el calvo Charles Xavier (Patrick Stewart) y que aspiran a un entendimiento con los humanos “normales”, contra los liderados por Magneto (Ian McKellen, cada día más pomposo), que postulan “la superioridad de los diferentes”. Este enfrentamiento termina desplazando al que el resto del film había planteado como central, originado en el proyecto de un senador. Sucede que un laboratorio dependiente del gobierno de los EE.UU. logró sintetizar el antídoto que, anuncia el senador, representará “la cura” para todos los mutantes. Estos no se consideran enfermos y piensan hacerle frente al proyecto gubernamental que los demoniza.
Hay un ministro de Mutantes que es a su vez un híbrido hombre-bestia, tan musculoso como Hulk –pero azul–, que intentará que el gobierno haga oídos a los reclamos, sin lograrlo. Pero la batalla entre discriminadores y discriminados quedará desplazada por el enfrentamiento entre ambos bandos de X-Men (a los que bien podría calificarse de reformistas y ultras), con lo que la metáfora política queda bastante más diluida que en anteriores entregas. Para verificar esta disminución no hay más que comparar al senador de la primera parte, un intolerante fundamentalista, con este otro que parecería animado por la mejor de las intenciones. Fotografiada por dos exquisitos (el francés Philippe Rousselot y el italiano Dante Spinotti), si la primera X-Men era trágica y política, y la segunda, resueltamente antimilitarista, esta resulta inconsecuente con sus propios postulados, conformándose con jugar la carta de los efectos-especiales-que-todo-lo-pueden.
Quien busque espectacularidad la tendrá. Sobre todo cuando Magneto pone a dar vueltas en el aire una flotilla de camiones. O cuando al frente de los suyos tira un puente colgante lleno de gente. En la secuencia final, la resucitada Jean Grey (Famke Janssen), convertida en una Carrie a gran escala, desata una hecatombe que incluye incendios, gente pulverizándose y un río brotando como un geiser gigante. Claro que aquellos que en la primera parte hayan sufrido la condición de malditos de Wolverine (Hugh Jackman), Storm (Halle Berry) y Rogue (Anna Paquin) –tema por excelencia del creador Stan Lee– aquí se quedarán con ganas de algo más intenso. Los actores están, sí. No los personajes, suplantados por los Efectos Especiales, majestades satánicas del cine de gran espectáculo y poco seso.
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