CINE › “EL SEÑOR DE LA GUERRA”, DE ANDREW NICCOL, CON NICHOLAS CAGE
› Por Horacio Bernades
Por una rara coincidencia, al mismo tiempo que Las tortugas también vuelan esta semana se estrena esta película, que tiene a la guerra como tema y que –más allá de lo distintas que a primera vista podrían parecer– tampoco se anda con muchos miramientos a la hora de sacudir a la audiencia. Protagonizada por Nicholas Cage, El señor de la guerra es una sátira (o como tal se vende, antes de convertirse en denso melodrama de conciencia) que hace eje en el costado si se quiere más impresentable de todo conflicto bélico: el de la guerra como negocio próspero para todos aquellos que en lugar de combatir se dedican a comprar y vender.
“Está comprobado que uno de cada doce habitantes de la Tierra tiene un arma”, reflexiona en off Yuri Orlov (Cage). “De lo que se trata es de armar a los otros once”, remata el hombre, para quien el cinismo es el único amigo. Al cinismo se juega también la película in toto, acompañando a su protagonista sin juzgarlo jamás. No, al menos, durante la primera mitad, cuando se narran los orígenes, ascenso y apogeo de Orlov, a la manera de Buenos muchachos: con propulsión a cocaína. Que el director, Andrew Niccol, es antes que nada un guionista (dirigió Gattaca y Simone, pero si por algo se lo conoce es por haber escrito The Truman Show) se deja oír en el off, donde los one liners parecerían competir entre sí, para ver quién la tiene más grande.
Como Tony Montana en la Scarface de Brian de Palma, Yuri es un don nadie, hijo de inmigrantes ucranianos, en lugar de cubanos. Hasta el día que se le prende la lamparita y se da cuenta de que –parafraseando a un musical– there’s no business like weapon business. Como la hermanita de Montana, el hermano menor de Yuri, Vitaly (el carilindo Jared Leto), es el dolor de cabeza de los Orlov. No porque se vaya con el primer gangster que pasa, sino porque terminará aspirando lo que más que líneas habría que definir como barras de cocaína. “El único ejército del mundo al que no le vendí armas es el Ejército de Salvación”, asegura Orlov, asistido por la facilidad de Niccol para la ocurrencia. Y allá va, attaché en mano, de Colombia al Golfo, de Rusia a Extremo Oriente y finalmente a Monrovia, Liberia, donde deberá vérselas con un dictador de opereta, de esos que se comen a los chicos.
Claro que todo esto sucede antes de que la película muestre la hilacha moralista, cambiándose sin problemas la camiseta que había lucido en la primera parte y entrando a juzgar a diestra y siniestra. A Vitaly, por adicto. A sus novias, por putas. A los políticos africanos, por ser monos con navaja (con lo cual se apoya, por default, el intervencionismo estadounidense en ese culo del mundo). A Orlov, por cínico y desalmado, capaz de descuidar a su esposa e hija con tal de vender un cargamento de misiles. Al agente del FBI que lo persigue (Ethan Hawke)... no, curiosamente, a éste no se lo juzga. Así, lo que era una sátira descomprometida pero con filo se convierte en un pesado dramón juzgatorio. Y vaya que a Mr. Niccol no le tiembla la mano para asesinar chicos desvalidos, con tal de convencer al espectador de lo jodida que es la guerra. Mata a dos o tres a lo largo de la película y eso es lo que emparienta a El señor de la guerra con Las tortugas también vuelan. ¿No habrá que empezar a considerar este tipo de trato cinematográfico como variante del abuso infantil?
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