CINE › EL DIRECTOR DE ELEPHANT PRESENTó PROMISED LAND EN EL FESTIVAL DE BERLíN
En compañía de Matt Damon –protagonista, coguionista y productor–, el cineasta defendió de las críticas este film menor, básico y convencional. Todo lo contrario es el extraordinario Shirley - Visions of Reality, del cineasta austríaco Gustav Deutsch.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
Es curioso, pero en Gus van Sant parecen convivir dos cineastas en uno, como si se tratara de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Por un lado está el director de films mayores, de incesante búsqueda formal y gran riesgo estético, como Elephant, inspirado en la matanza estudiantil de Columbine; Last Days, sobre los últimos días de un rocker muy parecido a Kurt Cobain, o Paranoid Park, que expresaba como ninguno la angustia adolescente, un tema que es nuclear a lo mejor de su obra. Todos estos films fueron presentados en el Festival de Cannes, donde resultaron premiados; Elephant incluso con la Palma de Oro, en 2003. Y por otra parte, hay en la obra de Van Sant un costado mainstream, muy atento a las fórmulas de Hollywood, casi populista se diría, sin que esto implique una defección ideológica. Es el caso de películas como En busca del destino, Descubriendo a Forrester o Milk, que tenían madera noble y eran políticamente correctas, pero estaban estructuradas a la manera del manual básico del buen guionista de Hollywood y filmadas para adaptarse a la pantalla de un televisor. Todas éstas, significativamente, han estado en la Berlinale, un festival que –a diferencia de Cannes, reservado únicamente a los profesionales del cine– tiene un público amplio y generoso. Y es aquí, en esta edición número 63 del Festival de Berlín, que Gus van Sant presentó ayer en competencia Promised Land (Tierra prometida), una película digna y bien intencionada, pero que hace extrañar al director de films tan radicales como Gerry (2002), nunca estrenada en la Argentina a pesar de haberse rodado en gran parte en la provincia de Salta.
De hecho, el protagonista de Gerry era Matt Damon, que en Promised Land no sólo es la única estrella del reparto sino también el coguionista y uno de sus productores. Tanto Damon como Van Sant estuvieron ayer en la conferencia de prensa que siguió a la proyección de la película, y la defendieron a capa y espada. “Es una película que amo realmente y en la que está gran parte de mi corazón; la verdad, no entiendo las cosas que estoy escuchando”, se atajó Damon ante los cuestionamientos de la crítica, que empezaron un mes atrás, cuando Promised Land se dio a conocer en el Festival de Sundance. No es que la nueva colaboración de Van Sant y Damon (que ya se habían reunido antes incluso para En busca del destino, que le valió a Damon el Oscar de la Academia de Hollywood al mejor guión, compartido con Ben Affleck) sea un fracaso, ni mucho menos. Pero se trata sin duda de un film menor, muy básico y convencional, tanto en su dramaturgia como en su puesta en escena, y que adquiere su interés no tanto por su denuncia social como por su modelo moral y estético, que no es otro que el de Frank Capra, un director al que a priori nunca se hubiera asociado con el universo de Van Sant.
Hay mucho de la parábola del protagonista de Caballero sin espada (1939) en la del personaje central de Promised Land. Si, en el film de Capra, James Stewart interpretaba a un hombre simple del interior profundo de Estados Unidos que aceptaba ingenuamente ocupar un lugar vacante en el Senado, ignorando los manejos turbios que se movían bajo esa designación, no es otro el caso de Steve, el héroe que compone Matt Damon. El suyo también es un representante del “norteamericano medio”, un joven idealista que cree que la corporación que lo contrata con un alto cargo lo hace por sus capacidades, cuando en verdad lo que quiere es utilizarlo como un títere. La idea de los patrones es que haga valer sus raíces y pueda persuadir a los habitantes de un pequeño pueblo del Mid-West para que alquilen sus tierras para la extracción de gas no convencional.
Sucede que esa extracción no es inocua y lo que los granjeros no saben –y parecería que el personaje de Damon tampoco– es que su proceso, denominado fracking (el mismo que YPF piensa utilizar en la reserva de Vaca Muerta en Neuquén) implica no sólo perforar la tierra sino también erosionarla con una batería de productos químicos, capaces de arruinar las cosechas y matar su ganado. Será en el proceso que vivirá en ese pueblo –donde encuentra no sólo un férreo opositor en la figura de un viejo patriarca (Hal Holbrook) sino también un interés romántico en la figura de una amable (y disponible) maestra de escuela– que el bueno de Steve se verá reflejado en el espejo de esa gente y dará un revelador y previsiblemente emotivo discurso final, en la línea de las llamadas “tragedias optimistas” de Frank Capra.
No hay distancia, interpretación, relectura ni ironía alguna en la manera en que Promised Land reproduce el imaginario de una cultura y una ética estadounidense que parecen corresponder más a la década del ’30 del siglo pasado que a la actualidad. Sucede exactamente lo contrario en la extraordinaria Shirley - Visions of Reality, del cineasta austríaco Gustav Deutsch, presentada en el Forum del Cine Joven, que no elige sus films en función de la edad de sus directores sino de la juventud y el espíritu de innovación de las películas. Nacido en Viena en 1952, Deutsch es una de las figuras más reconocidas del cine de vanguardia europeo y ha sido pionero de la técnica del found footage, que consiste en tomar material cinematográfico de archivo, no sólo de ficción sino muchas veces institucional o incluso casero, y resignificarlo a partir de nuevos montajes y combinaciones. Durante sus tres lustros, el Bafici ha sabido dar buena cuenta de su obra, como cuando exhibió el extraordinario FILM IST. a girl & a gun (2009), pero debe advertirse que Shirley es una experiencia nueva, incluso para Deutsch, que aquí no trabaja con found footage sino que ha rodado él mismo un film de ficción, con un desarrollo casi aristotélico y con la ayuda de un puñado de actores.
Claro que lo último que podría pensarse de Shirley es que se trata de un film convencional. Inspirado en algunos de los famosos cuadros del estadounidense Edward Hopper (1882-1967), que le sirven como su plataforma estética, Deutsch imagina tres décadas en la vida de una actriz neoyorquina y la acompaña en su derrotero personal y artístico, expresado a través de una serie de monólogos interiores. Nada más lejos de la técnica muerta de los tableux vivants a la manera de Greenaway: Shirley “habita” los óleos de Hopper (Office at Night, Western Motel, Usherette, A Woman in the Sun), magníficamente reproducidos en el film, porque vistos desde la perspectiva de hoy forman parte no sólo de su universo estético sino también histórico.
Los virulentos años que van desde la Gran Depresión de los ’30 hasta las revueltas sociales y políticas de los ’60 se dejan ver a través de los compromisos artísticos de Shirley, que pasa de admirar el teatro de Thornton Wilder y Elia Kazan a formar parte de la experiencia comunitaria del Living Theater, de preferir a Duke Ellington a escuchar a Ornette Coleman. Así, la historia personal y cultural se va enhebrando con la gran Historia con mayúsculas, mientras Deutsch consigue expresar la melancolía de la obra de Hopper (un pintor indisolublemente ligado con el cine) con sus mismas armas. Lejos del supuesto realismo al que siempre se confinó a la pintura de Hopper, Deutsch hace lo mismo que su inspirador: no reproduce mecánicamente la realidad sino que la interpreta, la “pone en escena”, con un dispositivo tan cinematográfico como teatral. Una pequeña obra maestra.
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