Sáb 05.10.2013
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CINE › OPINION

Imaginar una pura magia

› Por Hugo Santiago

En Buenos Aires sólo filmé una vez: aquel primer largometraje, Invasión, que escribí con Jorge Luis Borges. 43 años más tarde, una necesidad clara se me apareció de repente: la de precipitarme ya mismo sobre mi ciudad y filmarla otra vez, apasionadamente. Así fue que escribí, con Mariano Llinás, ¿una fábula?, ¿un cuento sufí? Digamos más bien una trama en la pura tradición del cuento fantástico argentino (lejos de toda “psicología”, gozando sólo de la simple magia narrativa, con un humor particular que, aunque escondido, está siempre al acecho). Suerte de homenaje a cierto tipo de relato que no se parece a ningún otro.

Pero si Invasión, más negra que un tizón del infierno, es una tragedia espantosa, así como todas mis películas posteriores, El cielo del Centauro (imágenes cristalinas, sonidos diáfanos) es una especie de celebración, un canto de amor a Buenos Aires, pequeña música que, detrás de un juego que no es juego, deberá empaparse de resonancias singulares, en un territorio de lo extraño que nos pertenece pero cuya puerta, como la de un molino, está siempre entreabierta.

Una vez más, proponiendo la lectura de un guión, los autores les ruegan que se imaginen la película: es un cuento, sí, mágico (una magia susurrada); es la cajita de música que tocaría un verdadero oratorio de Haydn; es una aventura más bien graciosa, cuyo auténtico enigma se desvela al final, revelación de un encantamiento.

Si hay alguna inspiración, habría que reclamarse de ciertas películas de Lubitsch y de Buster Keaton, en un Buenos Aires fuera del tiempo.

Una pura magia: es eso lo que habría que imaginarse.

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