CINE › LATINOAMéRICA PISA FUERTE EN EL FESTIVAL DE TESALóNICA
Además del amplio foco dedicado a la Argentina, el festival griego tiene también una importante presencia del cine de América latina, con films de Venezuela, México, Chile y hasta una singular experiencia guatemalteca, filmada en Nueva York.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Tesalónica
No sólo de cine argentino viven los griegos. Además del importante foco dedicado a la nueva generación del cine nacional, que incluye nueve películas de directores que van desde Santiago Loza a Matías Piñeiro, pasando por Jazmín López y Marcos Berger (y del cual Página/12 ya dio cuenta en su edición del martes pasado), la edición número 54 del Thessaloniki International Film Festival tiene también una importante presencia del cine latinoamericano en su conjunto, con films de Venezuela, México, Chile y hasta una singular experiencia guatemalteca, filmada en Nueva York.
Con el premio principal del Festival de San Sebastián todavía caliente, Pelo malo es la primera película venezolana en obtener una recompensa mayor en un festival de primera categoría y llega ahora, menos de un mes y medio después, a la competencia oficial de Tesalónica. Su directora es Mariana Rondón, sin duda la más reconocida de su país (su largo anterior, Postales de Leningrado, ganó en Biarritz 2008), una egresada de la primera promoción de la Escuela de San Antonio de los Baños en Cuba, que narra de manera cruda, sin remilgos ni formalismos una historia sencilla, directa, pero que se presta a múltiples interpretaciones, entre ellas las referidas a la actualidad política venezolana.
Marta, una caraqueña de unos 30 años, hace lo que puede: es madre soltera, acaba de perder su trabajo como vigiladora privada y trata de recuperarlo de la manera que sea, si es necesario acostándose con su jefe. Tiene a su cargo a dos hijos: un bebé de apenas un año y Junior, un chico mulato de nueve obsesionado con su pelo crespo. Así como Marta apela a lo que sea con tal de conseguir volver a lucir el uniforme de la empresa de vigilancia, Junior no duda en untarse su pelo con aceite de cocina o con mayonesa con tal de alisarlo y domar aquello que forma parte de su naturaleza y de su identidad. Una identidad que también su madre quiere forjar, a cachetazos si cabe, porque la principal preocupación de Marta es que Junior sea homosexual.
La película –rodada en su mayor parte en unos monoblocks de los suburbios de Caracas que parecen cárceles– se cuida muy bien de enunciar las cosas en voz alta y prefiere siempre las pinceladas finas al trazo grueso, pero queda bien claro que ser mulato sigue siendo un problema en la sociedad venezolana de hoy. Y ni qué hablar de homosexualidad, en un país al que la película –con apuntes laterales apenas– muestra religioso al punto de la superchería y semimilitarizado en su vida cotidiana.
Realizada por Rondón junto a todo un equipo de mujeres (la productora Marité Ugás, la fotógrafa Micaela Cajahuringa, la sonidista Lena Esquenazi), Pelo malo no por ello tiene contemplaciones con el personaje de Marta: ni lo santifica ni lo juzga. Lo retrata apenas, en toda su aspereza: “No te quiero”, le dice Marta a Junior mirándolo a los ojos, como si su hijo fuera la expresión de todas sus frustraciones. Y Junior no se queda atrás. Sin quitarle la vista le responde, con un furioso susurro: “Yo tampoco”. La película de Rondón tiene el coraje de no endulzar ni intentar resolver esa situación. En Pelo malo no hay lugar para los débiles.
Una madre y su hijo adolescente son también los protagonistas de Club Sandwich, tercer largometraje del mexicano Fernando Eimbcke, después de los celebrados Temporada de patos (2004) y Lake Tahoe (2008). Con el mismo laconismo de sus films anteriores, pero depurando su estilo minimalista casi hasta el paroxismo, Eimbcke no necesita de otros elementos que no sean esa madre en apariencia moderna pero posesiva hasta lo patológico, su hijo en pleno despertar sexual y una chica de su misma edad y urgencias hormonales para armar una pequeña gran comedia hecha de minúsculos enredos y malentendidos.
Si en Pelo malo la locación predominante es el monoblock donde sobreviven Marta y Junior, aquí el espacio único es un impersonal hotel de veraneo, convertido en escenario abstracto, en la medida en que nunca hay nadie –ni en el comedor, ni en la piscina, ni en sus desiertos pasillos– que no sean esos tres personajes. Entre ellos circulará (bronceador, trajes de baño y ropa interior de por medio) un deseo apenas soterrado y un inquietante erotismo edípico, que el director Eimbcke nunca subraya sino que prefiere dejar latente, de una manera lúdica, casi displicente.
Fresca de la Mostra de Venecia, donde resultó premiada por su fotografía, Las niñas Quispe, primer largometraje de ficción de Sebastián Sepúlveda, viene a confirmar el buen momento que está pasando el cine chileno. Pequeña y modesta en su producción comparada con éxitos recientes como el No, de Pablo Larraín, con Gael García Bernal, o la celebrada Gloria, que hizo roncha en la última Berlinale, Las niñas Quispe hace un excelente uso del paisaje y de la pantalla ancha, pero sin caer nunca en el preciosismo. Es que no hay nada digno de tarjeta postal en ese desierto seco y ventoso en el que habitan las tres hermanas del título, unas pastoras de cabras apartadas del mundo, que ya no saben a quién venderle el poco queso que producen esas cabras casi tan yermas como ellas mismas.
Basado en un episodio real, ocurrido en 1978, en plena dictadura militar de Augusto Pinochet, el caso de estas hermanas se convirtió en fuente del imaginario popular en Chile, donde las Quispe renacieron en cuentos, poemas y hasta en una obra teatral (Las brutas, de Juan Radrigán), sobre la que Sepúlveda trabajó libremente su dramaturgia. El mero rumor, nunca confirmado, de que una ley del gobierno obligaba a los carabineros a matar a las cabras a escopetazos, para evitar la erosión del suelo, llevó a estas mujeres a la progresiva desesperación y a una decisión extrema. La película nunca muestra a la milicia ni a ningún otro personaje (salvo un fugitivo de la dictadura, en su fugaz escape hacia la Argentina) que no sean esas mujeres tan áridas como su entorno, con sus rostros esculpidos por el viento. Pero la opresión se hace sentir sobre sus pechos como si tuvieran unos fusiles delante.
La voz de los silenciados es un objeto raro, una película ultraindependiente hecha por un skater neoyorquino, Maximón Monihan, con una protagonista y colaboradora llamada Janeva Adena Calderon Zentz y apodada “la Shelley Duvall guatemalteca”, no sólo por su parecido físico con la actriz estadounidense sino también por peculiarísima presencia en la pantalla. También, como Las niñas Quispe, basada en un episodio real (el descubrimiento de una red de trata que obligaba a adolescentes sordomudos a trabajar en condiciones de esclavitud en el subterráneo de Nueva York), La voz de los silenciados elige en cambio apartarse por completo del realismo para buscar una poética capaz de sortear el miserabilismo en el que podía caer el tratamiento de su tema.
Tan precaria en su producción como libre y desprejuiciada en sus formas, la película de Monahan comienza a todo color, con el reclutamiento de la protagonista en Guatemala (bajo la máscara de una asociación cristiana de ayuda humanitaria), y pasa al más sórdido blanco y negro cuando la perpleja Olga, a quien le han retenido su pasaporte y es amenazada de muerte, se ve obligada a vender unos supuestos bonos contribución en el subte. Así, el film pasa de una salvaje imaginería pop a la manera de las fotografías de Marcos López a una estética que remite al David Lynch de Eraserhead, no sólo por el uso de un blanco y negro industrial, sino también por la rugosidad de la banda de sonido, hecha de ruidos tan sordos como su protagonista. De estos contrastes está hecha una película que habla de la esclavitud moderna en la “Tierra de los Libres”, con latinos abusados con la Liberty Statue como fondo.
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