CINE › KILLER JOE, LA REAPARICION DE WILLIAM FRIEDKIN
En su película más revulsiva, el director de El exorcista arrasa con todo, empezando por la pureza de la familia americana, siguiendo por la virginidad y terminando con el cuerpo humano. No se estrena ni está a la venta, pero vive en la red.
› Por Horacio Bernades
“No es que no me importe el público; lo que no pienso es depender del gusto del público. Y al público le gustan los superhéroes, los videojuegos, las comedias estúpidas. Tal vez yo podría filmar una película que fuera un éxito de público; lo que no podría hacer es verla. Y no quiero filmar una película que no pueda ver.” El que habla no es un joven cineasta en ciernes de algún país periférico o un realizador de películas “de arte”, de esas que los grandes festivales se pelean por programar. No, es un señor casi octogenario, con una carrera sostenida en el corazón mismo de Hollywood desde hace más de medio siglo. Realizador de al menos dos obras maestras absolutas, dos de las películas más célebres y populares de los años ’70 para acá. El mismo al que Howard Hawks señaló, a comienzos de aquella década, como su “nuevo” cineasta favorito. Cuando le preguntaron, aquel supermaestro del cine estadounidense no nombró a Coppola, Scorsese, Spielberg o George Lucas. Nombró a William Friedkin, realizador de Contacto en Francia (1971), El exorcista (1973), Cruising (1980) y Vivir y morir en Los Angeles (1985), para nombrar sólo las mejores.
Como tantos colegas veteranos –el propio Coppola, Brian De Palma, David Cronenberg, David Lynch antes de su ¿retiro?–, últimamente Bill Friedkin (así se lo conoce, así lo nombró Hawks aquella vez) filma, cuando filma, con dinero del extranjero. En Hollywood no tiene crédito. Tras una serie de films muy poco personales en los ’90 (Blue Chips, Jade, Reglas de combate), el autor de la película más aterradora de la historia empezó a dar señales de que seguía vivo con La cacería (2003), drama de acción en el que se notaba la mano de un narrador en serio. Poco después, Friedkin –-nacido en Chicago en 1935– tomó un riesgo al que sólo un cineasta indie muy jugado se atrevería: filmar una pequeña pesadilla con sólo un actor y una actriz, en el decorado único, sucio y sumamente claustrofóbico de un cuartito de motel rutero. La película se llamó Bug (“Bicho”), llegó a Cannes a mediados de la década pasada, hizo mucho ruido allí (sobre todo teniendo en cuenta su mínimo tamaño) y se estrenó en Argentina, con bastante retraso, con el título de Peligro en la intimidad. No la vio nadie.
Bug fue apenas un prolegómeno. La siguiente película de Friedkin, producida por el francés Nicholas Chartier, resultó no sólo una nueva obra maestra en su carrera sino uno de los films más revulsivos que haya entregado, vaya a saber en cuánto tiempo, no sólo el cine estadounidense sino el cine a secas. Se llama Killer Joe, la protagoniza un memorable Matthew McConaughey, se estrenó en Venecia 2011, ganó una buena cantidad de premios (de asociaciones de críticos, sobre todo), y en la Argentina no se estrenó ni va a estrenarse. Tampoco se anuncia un lanzamiento en DVD o su exhibición por cable. Pero buscándola un poquito se la puede conseguir online, con subtítulos en castellano. No puede esperarse más para hablar de ella, uno está que se sale de la vaina: películas así no se ven todos los días.
Lo primero que se ve es una concha. Bah, no es lo primero, pero es lo primero que funciona como un cross a la mandíbula. Basada en una obra de teatro de Tracy Letts (autor de Bug y, según Friedkin, el mejor dramaturgo estadounidense en actividad), Killer Joe empieza con un chico corriendo empapado, en medio de una tormenta que impone ya el clima pesadillesco que no cederá de allí en más. El chico (un veinteañero, en verdad) llega a un parking de casas rodantes y golpea desesperadamente la puerta de una de ellas, mientras el bull terrier de la casa de al lado no deja de ladrar. El chico golpea, golpea y allí es donde lo recibe la concha. La de Gina Gershon (actriz cuya boca es de por sí un órgano más genital que facial), que Friedkin encuadra en plano detalle, asomando por debajo de la remera. Se trata, desde ya, de la vagina menos erótica que pueda imaginarse: la mujer está dormida, toda desarreglada, con el rímel corrido, una cara de traste incomparable y además recibe al chico a puteada limpia. No es una vagina erótica sino bestial la que recibe al chico. Al espectador.
La señora no es cualquier señora: es la esposa del papá del muchacho y sigue así, concha al aire, a pesar de que el chico le grita que saque eso de ahí. Lo que sigue es una mezcla de policial negro llevado a límites intolerables, disfuncionalidad familiar en estado extremo, esclavitud humana, estallidos de violencia como para épater hasta al espectador más curtido, escenas de pornosadismo y un tono farsesco que hace que se pase de la sonrisa irónica a taparse los ojos, y viceversa, preguntándose si corresponde hacer eso o lo contrario. “Hay que matar a mamá”, se le ocurre al chico (Emile Hirsch, que se pasa toda la película chorreando sudor), como modo de cobrar una póliza que le permita zafar de una deuda con mafiosos. Papá, que es el tipo más pusilánime del mundo (el genial Thomas Haden Church), lo piensa un poco: primero le parece mal, después bien y termina aceptando la contratación de Killer Joe, policía de Dallas y asesino a sueldo. Papel que es hasta ahora el de su vida para Matthew McConaughey.
Vestido o disfrazado de cowboy, Killer Joe habla lento y en susurros, con pereza típicamente sureña y la amenazante calma zen del tipo capaz de todo. Pero todo, todo. Capaz de pedir a la hija (la ascendente Juno Temple) como pago por el trabajo, de partirle la nariz de una trompada a Gina Gershon, la cabeza a Emile Hirsch con una lata de duraznos en almíbar (todo transcurre dentro del trailer) y, en una escena que no podrá faltar en ninguna antología de la perversidad cinematográfica, obligar a Gershon, a punta de pistola y después de haberle dejado la cara como una pizza, a chuparle la... pata de pollo frito, que se coloca colgando de la bragueta (todo tiene lugar durante la cena familiar). Friedkin y Betts arrasan con todo, empezando por la pureza intocable de la familia americana, siguiendo con la virginidad y terminando con el cuerpo humano. ¿A qué se parece todo esto? A El exorcista, por supuesto: Joe es un demonio seductor, tentador, todopoderoso, y el mundo parece hecho a su medida. Cuarenta años más tarde, el tema de Friedkin sigue siendo el mismo. El mal es más fuerte, para parafrasear a cierta película argentina. El mismo tema, el mismo estilo: gráfico, directo y brutal, con chorros de sangre en lugar de vómito verde. Sin embargo, y en un alarde de maestría final, el plano final es tan abierto y ambiguo, deja al espectador tan a la descubierta, al borde la nada, como el de Vértigo. Fundido a negro y a otra cosa.
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