CINE › JORDAN BELFORT, LA HISTORIA DEL VERDADERO LOBO DE WALL STREET
Aunque el retrato de Martin Scorsese y Leonardo DiCaprio se deja llevar por algunos mitos, en esencia todo es verdad. A los 51 años y tras cumplir sólo 22 meses de condena, Belfort debe aportar la mitad de lo que gana a un fondo compensatorio.
› Por Nick Harding
El encuentro podría haber sido conducido por cualquiera de esos vendedores brillantes dedicados al “entrenamiento motivacional” que hacen lo suyo en el sector corporativo. Pero el hombre detrás de este seminario de un día en Australia sobre “ventas y persuasión”, ofrecido el año pasado, se creía tan especial como para cobrar una entrada de 5 mil dólares. El inflado precio quizá tuviera algo que ver con la calidad de las anécdotas de la sobremesa, dado que el disertante era Jordan Belfort: un ex convicto de 51 años que se encuentra entre los más infames hombres de negocios de la historia reciente. En los años noventa, Belfort fue un hombre que valía unos cien millones de dólares, con una ganancia semanal de un millón. Tenía una propiedad en expansión en los Hamptons, una flota de autos de lujo y un yate de 50 metros de eslora que alguna vez perteneció a Coco Chanel y que hundió en el Mediterráneo. Tenía una esposa supermodelo y una adicción a las drogas y el alcohol. Empleaba a una armada de jóvenes operadores que vendían stocks financieros de empresas cuestionables a una clientela incauta con un estilo agresivo. Sus trabajadores eran recompensados con generosos bonos y fiestas donde se ofrecían como entretenimiento prostitutas y competencias de lanzamiento de enanos.
Hoy el estafador (término que Belfort odia) caído en desgracia se ha reinventado a sí mismo como un reputado hombre de negocios, con clientes como Delta y Virgin Airlines. Para su deleite, en estos días aparece en la pantalla grande, interpretado por Leonardo DiCaprio en El lobo de Wall Street –la nueva película de Martin Scorsese– como el pródigo dueño de la ya desaparecida compañía de Bolsa de la Costa Este Stratton Oakmont, impulsado a drogas y trucos ilegales.
Pero Belfort dice que no deja que todo ese brillo se le suba a la cabeza. Es un nuevo hombre desde 2004, cuando se lo condenó por defraudar a sus clientes por más de 200 millones. “No somos los errores de nuestro pasado”, dijo recientemente. “Somos los recursos y capacidades que obtuvimos de nuestro pasado. Cuando lo pienso me golpea un poco. Yo fui el mal tipo. Y no fue que empecé de esa manera. Podés volverte insensible a tus propias acciones, en Wall Street es muy fácil... realmente no me importaba lo que la gente pensara de mí. Pero sé que soy bueno. Y por supuesto que me importa.” El ex asistente de la Fiscalía de Estados Unidos, Joel Cohen, que ayudó a ponerlo tras las rejas, no podría coincidir menos con esa visión. “Si está tratando de generar la impresión de que es básicamente un tipo honesto que se salió de la raya un poco, está completamente mal. Este es un tipo que se levantó cada día, siete días a la mañana, durante muchos años, y se dijo: ‘¿Qué crimen puedo cometer hoy?’. Su misión cotidiana fue tratar de estafar gente.”
El yate, los autos, la esposa supermodelo y la fortuna ya no existen. Belfort, padre de tres hijos, vive ahora en una modesta casa de tres dormitorios en un suburbio de Los Angeles relativamente económico. En sus seminarios, los asistentes son instruidos en una técnica de venta que él llama “Straight line” (“Línea recta”): un set de reglas predeterminadas para ir desde el primer contacto al cierre de una venta. Es, según ha dicho, más o menos el mismo sistema que les enseñó a sus empleados para presionarlos a comprar acciones de las firmas sin valor que una vez promovió. Se le han pagado hasta 30 mil dólares por una hora de su sabiduría. Tenía un muy buen pasar, pero sus ingresos eran sólo una fracción de la vasta riqueza que disfrutó; una orden de la Corte lo obliga a pagar un 50 por ciento de sus ganancias actuales a un fondo de compensación para sus cientos de víctimas. De todos modos, las ventas de los derechos de filmación de sus dos memorias, El lobo de Wall Street y Capturando al Lobo de Wall Street, le dieron una ganancia de 2 millones de dólares. Y el film tuvo alegrías en los Globos de Oro y nominaciones en los principales rubros del Oscar.
En la época de fiestas de Estados Unidos, una multitud se agolpó para ver a DiCaprio como Belfort, marchando con sus prostitutas por la oficina, recibiendo las atenciones de una señorita tras el volante de su Ferrari y rompiendo un sofá en búsqueda de una reserva de cocaína. De manera previsible, ha habido protestas por la supuesta glorificación de esa clase de conductas. Todo lo cual, es de imaginar, le dio a Belfort su mejor Navidad en años. O, como escribió en su blog a fines del mes pasado: “Ir al cine y ver a DiCaprio representándome tal como era, y recordar en el hombre que me he convertido”.
¿Y en qué se ha convertido Belfort en los siete años que pasaron desde su liberación? Sus representantes no contestaron a las consultas para esta nota, pero según todos los relatos, Belfort, un tipo con talento para la narración y las anécdotas, se solaza en contar historias sobre excesos relacionados con las drogas y se distancia a sí mismo de otros hombres de negocios en desgracia. Describe a Bernie Madoff, el financista estadounidense convicto en 2009 por defraudar a inversores por 65 billones, como “un completo ladrón que tomó el dinero de la gente pobre” y defiende sus propias acciones asegurando que el 95 por ciento de sus operaciones “fueron completamente legítimas”. Belfort también da la impresión de que fue seducido por el ambiente financiero de la época. El mercado de comienzos de los ’90 hizo que mucha gente ganara un montón de dinero y, según el cálculo de Belfort, sus esfuerzos no le costaron a nadie más de lo que se pudiera costear. “No me gusta mostrarme como si no hubiera hecho nada malo. Pero no estaba tratando con gente pobre. Estaba tratando con gente muy, muy rica. Nadie perdió los ahorros de su vida”, argumenta.
Este revisionismo, de todos modos, no es el relato que Belfort dio ante la Corte cuando se declaró culpable de los cargos por fraude con títulos internacionales y lavado de dinero en 1999. Enfrentado a una pena de 20 a 30 años de cárcel, consintió reunir evidencia contra sus amigos y colegas en una operación encubierta que duró un año, a cambio de una pena más leve. Y tampoco es el relato que reconocen los dos investigadores clave para su caída. El agente especial del FBI Greg Coleman empezó a investigar a Belfort en 1992. “Me encontré con individuos que eran mala gente haciendo cosas malas, y algunos que eran básicamente buena gente que cometió un error y nunca más lo volverá a hacer”, dice. “Belfort era realmente malo. Y aunque después hubo un intento de su parte por limpiarse y cambiar, yo creo que todavía es un trabajo en proceso. Hubo un montón de víctimas que apenas pudieron permitirse perder esa clase de dinero.” Joel Cohen coincide. “Mi sensación es que él está arrepentido solo a medias, quizá porque piensa que así vende más libros y películas. Dice que está apenado por sus víctimas, pero al mismo tiempo le dice al mundo que sólo el 5 por ciento de su conducta fue criminal.” Ambos tienen sentimientos mezclados respecto de la película de Scorsese. Según Cohen, “no tiene que ver con su proceso, sino sobre su ascenso y sobre enanos lanzados con cañones. Temo que sea considerada como un comentario general sobre la sociedad, cuando en realidad es una historia sórdida sobre gente mala que no representa en absoluto a la sociedad”.
Aunque el libertinaje retratado en la película es verídico, mucho en la historia de Belfort es mito. Sus supuestos vínculos con la mafia nunca fueron probados y Stratton Oakmont –un nombre elegido porque la “k” daba “británico” y respetable– nunca fue una firma de Wall Street: el Lobo de Wall Street operaba desde un shopping en la suburbana Long Island. Stratton Oakmont era lo que se llamaba un boiler-room (sauna), un call center donde jóvenes trabajadores llamaban a inversores y nombres al azar de la guía telefónica, presionándolos a comprar acciones en compañías que se financiaban saliendo al mercado (en un proceso llamado Initial Public Offerings o IPOs, Ofertas Públicas Iniciales). Stratton Oakmont practicó una técnica llamada pump and dump, “inflar y soltar”: los inversores eran enganchados con la promesa de participaciones en compañías estables y luego se los persuadía de invertir en las IPOs de Stratton. Cuanta más gente invertía, más subía el precio de las acciones. De manera ilegal, Belfort y un grupo de personas alertadas por Belfort compraban acciones en esos negocios. Cuando los precios llegaban a su cumbre, Belfort les avisaba a sus cohortes para que vendieran. Todos hicieron fortunas mientras los precios se desplomaban, dejando a todos los demás con stocks sin valor alguno.
Belfort dice que es un entrepreneur “desde el útero”. A los 16 años vendía helados, bagels y chucherías en la playa de Long Island y con el dinero que ganaba se pagó la escuela. Ingresó a la escuela de Odontología, pero se fue en el primer día, cuando el decano le dijo al alumnado que si pensaban ganar plata se habían equivocado de profesión. En lugar de eso, empezó a vender carne directo desde la caja de los camiones. Empezó su propia empresa pero fue a la quiebra a los 24, con una deuda de 24 mil dólares. Desesperado por un trabajo, Belfort empezó desde abajo en una empresa de Wall Street trabajando como contacto, llamando a potenciales inversores, tratando de abrirse paso entre los corredores de Bolsa. “Era la basura del fondo”, dijo una vez. Cuando finalmente pasó el examen para corredor, empezó su carrera el 19 de octubre de 1987: el Miércoles Negro, el día en que la Bolsa se desplomó 508 puntos. La compañía para la que trabajaba cerró, pero el fracaso sólo impulsó aún más su deseo. En 1989 empezó con Stratton Oakmont.
Cuando Cohen y Coleman empezaron a investigar la firma, en 1992, la correduría ya estaba bajo un juicio civil por fraude, iniciado por la Securities and Exchange Commission (SEC). Como resultado, la compañía fue obligada a pagar una multa de 2,5 millones y Belfort y sus socios, Daniel Porush (interpretado en la película por Jonah Hill) y Kenneth Greene debieron pagar 100 mil cada uno. Ninguno de los tres admitió ni negó las acusaciones y la penalidad fue barata comparada con lo que la firma, sus empleados y jefes estaban ganando. Coleman y Cohen pasaron los siguientes años cavando concienzudamente para recolectar evidencia. Pero la lealtad que Belfort engendró en su muy bien pago equipo la convirtió en una tarea casi imposible.
El golpe de cambio llegó cuando Belfort empezó a desesperarse y a contrabandear dinero fuera del país. Los fondos terminaron en cuentas de bancos suizos, donde se los lavaba. Y el lavado de dinero era justamente el área de experiencia de Coleman. “La palanca que usamos para abrirlos fue la evasión de impuestos”, explica. “Pudimos conseguir algunos testigos que estaban ayudando a contrabandear el dinero para proveernos de información. Usamos esa información para ir a las autoridades suizas y que nos dieran más información sobre los banqueros que Belfort utilizaba en Ginebra. Nos llevó tiempo, porque el secreto bancario de Suiza era aún muy robusto, y tuvimos que convencer a las autoridades que esa clase de conducta era algo sobre lo que nos tenían que informar. Eventualmente, conseguimos que cooperara el banquero suizo de Belfort.” Al fin con evidencia concreta, Belfort y Porush fueron arrestados en septiembre de 1998 y persuadidos de colaborar con la investigación. Belfort tuvo que comprometer 10 millones para su fianza... fianza en forma de joyas que llegaron a la Corte en un auto blindado con guardias armados.
Las habilidades que hicieron de Belfort un tan buen timador también le sirvieron para ser “topo” del gobierno. La evidencia que recolectó sirvió para generar varios procesos judiciales. El corredor finalmente se declaró culpable; el caso tomó años para llegar a juicio y en 2004 fue convicto, sentenciado a cuatro años y encarcelado: llegó a cumplir 22 meses. Fue trasladado a una prisión rural en California, donde compartió celda con el comediante Tommy Chong (del célebre dúo Cheech & Chong), que cumplía una condena de nueve meses por vender parafernalia para el consumo de drogas. Chong estaba trabajando en un libro; tras escuchar las increíbles historias de Belfort, lo convenció de que él mismo bajara todo eso al papel. Al ser liberado en 2006, Belfort se dio cuenta de que había un apetito por su historia de vida y empezó a mostrar el manuscrito. Random House le dio un adelanto de un millón de dólares. A menos de un año de su liberación, The Wolf of Wall Street ya estaba a la venta.
Coleman aún mantiene contacto con su presa “como un recordatorio de que todavía lo estoy observando”, y el hombre del FBI admite que tiene curiosidad sobre la película. Fue consultado para la trama y en la pantalla es interpretado por Kyle Chandler (quien apareció recientemente en Argo y Zero Dark Thirty). “Quiero ver cómo fui retratado”, dice. “Espero que esté hecho de manera realista, en lugar del estereotipo del tipo del FBI con traje.” Para Cohen, “no creo que Jordan me ame. En su libro, la caricatura que hizo de mí es injusta. Me describe como ‘el bastardo’ unas cien veces.”
Belfort se dio cuenta de que la infamia es lucrativa. De todos modos, para el hombre que una vez se ufanó de haber ganado 13 millones en un día, el crimen no necesariamente paga. De acuerdo con una carta reciente que los fiscales enviaron al juez que vigila su acuerdo de compensación, hasta ahora Belfort ha pagado 11,6 millones de los 110,4 millones requeridos para el fondo. La carta sugiere que ha estado reteniendo pagos y que está en falta con su acuerdo. Belfort está en desacuerdo con la versión y está en conversaciones en la Corte federal para resolver la situación. Suceda lo que suceda, el Lobo todavía tiene un largo camino por delante antes de saldar su deuda con la sociedad.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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