CINE › POR QUé UNAS TIENEN TODO Y OTRAS NADA
Las tres grandes ganadoras son películas intercambiables. O la misma película de siempre. Más que efecto gravitatorio, las tres oficiaron de agujero negro sobre el resto.
› Por Horacio Bernades
En su reseña sobre las nominaciones al Oscar 2014, publicada en Página/12 el 17 de enero pasado, este cronista celebró lo que apreció como indicios de apertura, por parte de los miembros de la Academia de Artes y Ciencias, de la política cinematográfica que la rige. A esa conclusión lo llevaban la presencia de realizadores independientes (David O. Russell, Alexander Payne, Spike Jonze), films con alto grado de revulsividad (El lobo de Wall Street), el rescate de un viejo y querido secundario de clase-B (Bruce Dern) y hasta alguna figura altamente representativa de géneros marginales. Como sucedió con Jonah Hill, uno de los iconos de la Nueva Comedia Estadounidense, nominado a Mejor Actor Secundario por su genial aporte a la película de Scorsese.
La entrega de premios deja expuesto el craso error (o errores) de apreciación cometido(s) por el cronista. Ganaron las películas más afines al gusto mainstream, las otras salieron en el mismo estado en que San Martín sugería, de ser necesario, combatir por la libertad. Y hasta puede haber algún caso de cineasta independiente que no por gozar de esa condición tiene por qué ser respetable (Her, la película de Spike Jonze, ha suscitado más de una comparación con el cine de Eliseo Subiela). ¿Entonces qué? Que una vez más nos dejaron en derrota, como cantaban Les Luthiers. Con siete Oscar sobre diez nominaciones y sólo tres para su inmediata seguidora (12 años de esclavitud), Gravedad aparece como gran ganadora de la noche. No es tan así, en verdad. De esas siete estatuillas, seis son por rubros técnicos y una sola por uno de los considerados “mayores”: el de Mejor Dirección, con el que el mexicano Alfonso Cuarón anota, para el cine hispanohablante, su primera victoria en ese rubro. Mientras que las tres de 12 años... son de las “pesadas”.
Así como Dallas Buyers Club puede considerarse la 12 años de esclavitud de los primeros años del sida (en ambos casos, un héroe solitario lucha, en inferioridad de condiciones, contra un sistema perverso, demostrando que, cuando se lo propone, el espíritu humano puede ser más fuerte que cualquier forma de dominio), Gravedad es 12 años de esclavitud, en versión femenina y espacial. En su primera expedición fuera de la atmósfera terrestre, la doctora Stone queda sola y a la deriva, en medio del infinito estelar. Libra, de allí en más, una batalla épica contra incontables adversidades y sus propias debilidades, para terminar sacando patente de macha sobre la Tierra. O sea: las tres grandes ganadoras son películas intercambiables. O la misma película, que es también la misma de siempre. Más que efecto gravitatorio, las tres oficiaron de agujero negro sobre el resto.
Aspiradora espacial, un agujero negro chupa toda la materia que gira alrededor, dejando puro vacío. Véase: entre Escándalo americano (diez), Nebraska (seis), El lobo de Wall Street (cinco) y Philomena (cuatro) sumaban la friolera de veinticinco nominaciones. Veinticinco nominaciones y ninguna flor: cero Oscar para ellas. Dejando de lado Philomena, otra historia de sacrificio personal que calza perfectamente en el modelo de cine que la Academia quiere que el pueblo americano (y, ya que está, el del resto del mundo también) vea(n), las otras tres se salen del “relato” mainstream. Escándalo americano y El lobo de Wall Street son sendos catálogos de amoralidades. En plan picaresco, la de David O. Russell, lanzada como chorro adrenalínico-testosterónico-cocaínico la de Scorsese.
Una y otra exhiben un desfile de trampas, ambiciones, inescrupulosidades y desmadres (la de Scorsese, sobre todo), que si bien las películas no premian (El lobo... termina con un elogio del common man) se hacen difíciles de tolerar para la moral oficial promovida por la Academia. Más allá de esa escena en la que la genial June Squibbs se levanta la pollera frente a la tumba de un viejo pretendiente, el “defecto” de Nebraska no pasa por ninguna forma de inmoralidad. La película de Alexander Payne comete, a ojos de la Academia, otra clase de pecado, relacionado con el tamaño, la aspiración, la “importancia”: carece de todo eso.
Por más que deje en pie uno de los pilares morales de Hollywood (el tema de la reconciliación familiar), la de Alexander Payne es una historia pequeña, sencilla (¡en blanco y negro, encima!), sin grandes pretensiones y con un tono siempre muy cercano a la comedia. Lo cual la aligera más todavía, le quita grandeur. Le faltan sufrimiento, lágrimas, unos buenos latigazos, llagas en la piel, laboratorios perversos, muerte en el espacio, valores de producción. En una palabra, todo lo que hace a una película merecedora de un Oscar.
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