CINE › DOS EXCELENTES DOCUMENTALES EN EL THESSALONIKI DOCUMENTARY FESTIVAL
Un film de la gran directora checa Helena Trestiková, bien conocida en Buenos Aires, y otro de la greco-estadounidense Alexandra Anthony prueban que el mejor cine documental suele ser aquel que no tiene urgencia y que juega con el tiempo a su favor.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Tesalónica
Si hay algo que distingue al documental pensado originalmente para el cine del material forjado para la televisión es su utilización del tiempo. Mientras el documental para TV, por valioso e interesante que sea, suele limitarse a la contingencia, a la información pura y dura, a la investigación o sencillamente el mero reportaje, hay otro tipo de documental que necesita de la introspección de la sala oscura y que ha sido concebido sin ninguna urgencia. Por el contrario, juega con el tiempo a su favor, se permite desarrollar un proyecto a veces durante años, e incluso décadas. De estos últimos hay dos excelentes ejemplos en el Thessaloniki Documentary Festival, que culmina este fin de semana en esta bella ciudad puerto del norte de Grecia.
Si hay una cineasta que ha hecho de este método de trabajo casi un credo es la checa Helena Trestiková (Praga, 1949). Conocida en la Argentina gracias a un nutrido foco organizado por el Bafici 2009, el año pasado el DocBuenosAires exhibió de ella la extraordinaria Universo privado (2012), que seguía la pequeña gran historia del hijo de una familia amiga, desde su nacimiento, en 1974, en pleno período socialista, hasta nuestros días, 38 años después, cuando ya habían caído todos los muros y certezas. Ahora en Vojta Lavicka: Ups and Downs (Vojta Lavicka: momentos buenos y otros no tanto), presente en esta nueva edición del TDF, Trestiková vuelve a dar fe de su singularísimo método. Esta vez se sumerge en los trabajos y los días de Vojta, un muchacho checo de origen rom o gitano, durante los últimos 16 años de su vida.
Como es evidente, Trestiková va desarrollando varios proyectos de manera simultánea, hasta que decide cuál de sus materiales ha levado lo suficiente como para sacarlo del horno. En este caso, la directora ya tenía imágenes de Vojta de cuando era adolescente y la República Checa daba sus primeros pasos fuera de la órbita socialista. Y es de crecer y madurar y tropezarse con la vida que trata su nueva película. Violinista precoz, formado por su padre, que lamenta que los rom no tengan una tierra propia, Vojta también se encargará de transmitirle su arte y su cultura a su propio hijo. Pero en el camino, Vojta se caerá y se volverá a levantar varias veces. Nada demasiado grave –el tono que utiliza habitualmente Trestiková es delicado, menor–, pero lo suficientemente revelador como para saber que por más talentoso que sea Vojta, no siempre puede hacer la música que quiere. Que debe hacer concesiones para sostener a su familia (es triste cuando integra una mercenaria banda pop que compite en Eurovisión) y que un matrimonio temprano lo llevará también a un fracaso temprano, pero no por ello dejará de reincidir y de formar otra familia, contra todas las dificultades.
El hecho de ser rom en tiempos de xenofobia y racismo creciente en Europa es también toda una línea del film, en la medida en que Vojta está orgulloso de su origen y su cultura gitana, pero no quiere emigrar a Canadá, como lo hace parte de su familia, o dejar de ser checo, que también es parte indeleble de su identidad.
De identidad y migraciones también trata Lost In the Bewilderness (Perdido en tierras salvajes), de la directora greco-estadounidense Alexandra Anthony, una auténtica sorpresa del festival. Filmada a lo largo de casi 30 años, con todo tipo de formatos y texturas –del Súper 8 al digital pasando por el 16 mm– la película de Anthony sigue la fascinante historia de Loukas, el hijo de su primo Orestes, secuestrado por su propia madre cuando apenas tenía cinco años, para desesperación de toda la familia, que dio parte no sólo a la policía local, sino también a Scotland Yard e Interpol, sin resultado alguno.
Narrado en una tenue voz en off en primera persona del singular por la propia directora, que como una hija de Cronos va hilando la historia familiar con los clásicos mitos griegos, el documental de Anthony tiene como morada y eje dramático la cálida casa de sus abuelos en Nea Smyrni, un suburbio residencial en las afueras de Atenas. Pero también se traslada a los Estados Unidos, donde Orestes reencuentra a Loukas once años después, cuando ya es un adolescente y ni siquiera recuerda el rostro de su padre. El regreso del hijo pródigo a Grecia es a la vez traumático y terapéutico: el muchacho ha perdido por completo su idioma natal y se siente intimidado por esa familia numerosa que lo asfixia con su afecto, pero a la vez disfruta del reencuentro con su padre, con quien comparte el gusto por el heavy metal y las guitarras eléctricas.
A partir de allí, Loukas atravesará una y otra vez el Atlántico –que la directora asocia con las aguas del olvido y el perdón de la mitología griega– para recuperar no sólo su identidad y su idioma perdidos, sino también para buscar su propio destino, su lugar en el mundo.
Y lo hará acompañado siempre por la cámara de Alexandra Anthony, que exhuma imágenes del pasado de Loukas y de su familia, como quien invoca fantasmas del Hades y logra materializarlos, volver a darles vida. “Como decía mi madre, el tiempo –susurra la directora desde la banda de sonido– es el gran domador de todas las cosas y siempre corre al galope por delante nuestro. Lo único que nos queda son las historias, que nosotros convertimos en mitos.”
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