CINE › DIALOGO CON EL REALIZADOR FRANCES CLAUDE LANZMANN
Su nuevo documental, El último de los injustos, echa una luz reivindicativa sobre la figura del rabino Benjamin Murmelstein, injustamente acusado de colaboracionismo. Lanzmann explica por qué las entrevistas hechas para Shoah se conocen recién ahora.
› Por Geoffrey Macnab *
Shoah, el documental de nueve horas realizado por Claude Lanzmann, fue celebrado como una obra maestra cuando se estrenó, en 1985. Ahora, el director vuelve a uno de sus entrevistados en ese film, un rabino acusado de colaborar con los altos mandos nazis en Viena. Quizá sea el dolor de muelas (“Claude está exhausto, necesita descansar”, dice su asistente al pedir un aplazamiento de la nota). Quizá sea su sordera lo que hace tan difícil que capte las preguntas. Quizá sólo sea antipatía hacia su entrevistador británico. Sea cual fuere la razón, el cineasta francés de 88 años parece estar de muy mal humor cuando accede a hablar.
Lanzmann es bien conocido por Shoah, y por su autobiografía Le lièvre de Patagonie, que entretiene de manera magnífica con su detalle de las experiencias en su juventud en la Resistencia francesa, su amistad con Jean-Paul Sartre y su romance (y expediciones a la montaña) con Simone de Beauvoir, así como su lucha para completar Shoah. No hay nada abstracto o académico en el deseo de Lanzmann de hacer Shoah. El mismo podría haber muerto en los campos nazis. Hay un pasaje al comienzo de su autobiografía en el que describe un incidente durante su pertenencia a la Resistencia. Avanzada la carrera, casi fue arrestado mientras trasladaba un trailer lleno de municiones y granadas a través del campo. Su compañero, un hombre llamado Bagelman, estaba armado pero demasiado aterrorizado como para usar su arma. En ese momento su padre, también perteneciente a la Resistencia, apareció en bicicleta e intervino para salvarlos. Lanzmann escribe sobre su encuentro con Bagelman después de la guerra y su incapacidad de poder decirle una sola palabra a causa de “su criminal falta de coraje, su incapacidad de actuar y salvar nuestras vidas, la responsabilidad que se le había confiado. Cuando se le pregunta por el incidente y por qué fue tan severo con Bagelman –quien claramente fue presa de un miedo incontrolable que no pudo superar para matar a otro hombre–, Lanzmann es categórico: “Este hombre era cómplice de un crimen”. Si no hubiera aparecido su padre y empezado a disparar, agrega, “habría sido enviado inmediatamente a Auschwitz”.
Lanzmann fue “absolutamente contemporáneo a la Shoá” (tal como escribe en Le lièvre de Patagonie), y estuvo cerca de convertirse en una de sus víctimas. A pesar de todo, ha puesto “la aterradora realidad” de esa carnicería en el fondo de su mente. Antes de embarcarse en el proyecto que definió su vida y su carrera, era un autor exitoso y periodista de investigación. “El terror que evoca la Shoá en mí cuando me atrevo a pensar en ello quedó consignado a otro tiempo, casi a otro mundo, situado a años luz, más allá del tiempo humano”, escribió. La idea de Shoah fue de su amigo Alouph Hareven, director general del Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel, quien en 1973 admiró el documental de Lanzmann Why Israel, y le sugirió que era la única persona que podía hacerla. De todos modos, Lanzmann hizo la película en sus propios términos. Era un esfuerzo enorme, y antes de comenzar se dio cuenta de que necesitaba un amplio trabajo de conocimiento. El tema de su film “iba a ser la muerte en sí, la muerte antes que la supervivencia”. Se fijó el hercúleo desafío de que el film “tomara el lugar de las inexistentes imágenes de muerte en las cámaras de gas”. No usó material de archivo por la sencilla razón de que no lo había.
Completar Shoah le llevó más de una década. Desde su lanzamiento en 1985, Lanzmann ha realizado films adicionales y vinculados; entre ellos Un vivant qui passe (1999), Sobibór, October 14, 1943, 4pm (2001) y Le rapport Karski (2010). Shoah, tal como describió The New Yorker, “no es el final de la carrera o la vida de Lanzmann, pero sí su acto definitorio”. Ahora Lanzmann completó el círculo con un nuevo documental, El último de los injustos, que está basado en una de las primeras entrevistas que realizó en la preparación para Shoah. Su sujeto es Benjamin Murmelstein, un rabino vienés con quien Lanzmann se reunió durante una semana en Roma en 1975. Murmelstein, que murió en 1989, fue tratado de manera extremadamente dura por la historia. En 1944, los nazis lo habían convertido en lo que llamaban despreciativamente “el anciano de los judíos”, su punto de contacto en Theresienstadt, el llamado “gueto modelo” que existió en Checoslovaquia entre noviembre de 1941 y la primavera de 1945. Tal como demuestra el documental de Lanzmann, el rabino Murmelstein salvó cientos de vidas. Trabajó con los alemanes por razones pragmáticas y humanitarias, primero en Austria, asistiendo al oficial nazi Adolf Eichmann en la organización de deportaciones a través de la Oficina Central de Emigración Judía, y luego en Theresienstadt.
Al mantener el gueto funcionando hasta el fin de la guerra, el rabino salvó a sus habitantes de las marchas de la muerte ordenadas por Hitler. A pesar de ello, al finalizar la guerra fue acusado de colaboracionista por algunos sobrevivientes y arrestado por los checos. Aunque no había ninguna evidencia contra él, su reputación quedó arruinada. El influyente filósofo israelí Gershom Scholem sugirió que Murmelstein debía ser colgado. El último de los injustos (que se exhibió en el Festival Internacional de Documentales de Amsterdam el año pasado y se verá en el Bafici 2014) lo reivindica. El Murmelstein que se ve en el film de Lanzmann es erudito, irónico, articulado y con un amplio cuadro de referencia. Y es además heroico. “Estas largas horas de entrevistas, ricas en revelaciones de primera mano, siguieron dando vueltas en mi cabeza, obsesionándome”, escribe Lanzmann en los títulos al comienzo de El último de los injustos. Durante años se mantuvo “apartado de las dificultades de construir semejante película”, pero luego decidió que no tenía derecho a quedarse el testimonio de Murmelstein para él.
Lanzmann se presta a la entrevista en el escritorio de su departamento en la rue Bolard, en el distrito parisino de Montparnasse. Pidió un intérprete, pero termina contestando la mayoría de las preguntas en inglés. En El último... hay evidente simpatía entre el entrevistador y su entrevistado; claramente disfrutan la compañía del otro. Murmelstein estaba feliz de haber encontrado a alguien como Lanzmann, que compartía su propia y brillante inteligencia. Hay un momento muy emotivo al final de las entrevistas de 1975 que muestra a los dos en Roma, caminando hacia la distancia. Lanzmann rodea a Murmelstein con el brazo; parecen Claude Rains y Humphrey Bogart en Casablanca. “Yo considero a Murmelstein un hombre extraordinario, maravilloso; inteligente, lleno de inteligencia, de cultura y de ingenio. Me gustó mucho”, dice Lanzmann. Pero no fue “el comienzo de una bella amistad”: el director admite que no supo qué hacer con ese material que finalmente no se usó en Shoah. Según su hijo, Murmelstein estaba “decepcionado, pero no demasiado sorprendido” de haber sido cortado del documental.
“Comenzar Shoah significó hacer muchos viajes a Alemania, por ejemplo, viajes peligrosos con los viejos nazis en Polonia y en varios lugares del mundo”, reflexiona el director. “En el momento no pensé en Murmelstein. Dejé la entrevista a un lado. Cuando empecé a filmar Shoah, en 1981, no supe qué hacer con Murmelstein, porque no encajaba con el resto de la película. Shoah es una película épica”. Lanzmann hizo Shoah “sin una sola palabra de comentario”. El film está basado en testimonios de testigos, los sobrevivientes de campos, granjeros polacos y ex nazis. Editarlo llevó cinco años, completarlo tomó un total de doce. Si hubiera intentado incluir a Murmelstein, “me hubiera llevado seis horas más, habría sido totalmente imposible”. Finalmente, tras algunas discusiones con el estudioso del Holocausto Raul Hilberg, Lanzmann alojó el material de Murmelstein en el Museo del Holocausto en Washington. Para furia del director, partes de su entrevista fueron exhibidas en público sin autorización. “Estaba encendido de furia. Es mi trabajo, mi cara, mi voz”, recuerda. “En ese punto dije OK, si alguien tiene que hacer una película sobre esto, tengo que ser yo mismo, nadie más.” En El último... Lanzmann comparte la pantalla con Murmelstein. Además del material de 1975, hay imágenes recientes del director visitando el sitio de Theresienstadt. Se lo ve en una estación provincial de tren desierta. “¿Quién en el mundo sabe hoy el nombre de Bohusovice?”, pregunta el director, imponente aún en sus tardíos 80, mientras camina la plataforma donde, entre 1941 y 1945, 140 mil judíos fueron “desembarcados”.
“No es una película histórica”, explica Lanzmann su presencia en el centro de El último... “No, soy yo, Claude Lanzmann, que hizo una película llamada Shoah y que hizo otras películas sobre esto. Es mi concepto, mi problema. Mi implicación en el film es absoluta y total. Hay tres protagonistas en la película. Está Murmelstein, está Claude Lanzmann y está... Claude Lanzmann. Yo soy dos. Estoy a los 50 años y a mi edad actual”. Cuando se le pregunta si le sorprendió cuán cercanamente de Eichmann trabajó Murmelstein durante un largo periodo, se muestra enojado por lo que toma como una crítica implícita a su sujeto. “Monsieur, voy a responderle. Murmelstein salvó las vidas de 123 mil judíos. Los rescató”, declara. “Usted no tiene idea de lo que fue la ocupación de Austria por los nazis. Triunfó. Era él quien tiraba de las cuerdas. Fue más inteligente que los alemanes. Fue capaz de anticipar lo que ellos estaban preparando”.
En el documental, Murmelstein deja bien claro que Eichmann estuvo profundamente involucrado en 1938 en lo que se conoce como la Kristallnacht (La Noche de los Cristales Rotos), cuando los nazis lanzaron ataques a los judíos y sus negocios. En el juicio a Eichmann de 1961, Murmelstein quedó estupefacto ante la conclusión de que Eichmann no había participado. El lo había visto en la Kristallnacht, comandando un grupo que destruía una sinagoga con martillos y hachas. “Me explicó que el juicio a Eichmann fue una farsa. Fue un muy mal juicio hecho por gente llena de prejuicios e ignorancia”, dice Lanzmann. Murmelstein tuvo la oportunidad de abandonar Austria antes de la guerra. Podría haber emigrado a Israel, los Estados Unidos o Gran Bretaña, y llevar una vida tranquila como académico o rabino bien establecido. En lugar de eso eligió quedarse en el corazón de la tormenta. En el film dice que su “sed de aventura” lo llevó a quedarse en Austria. Quedándose y trabajando con Eichmann (a quien detestaba) pudo ayudar a otros judíos a conseguir visas y huir. “El peleó endemoniadamente contra los nazis. Fue acusado al final de la guerra por judíos estúpidos –porque, disculpe, hubo muchos judíos estúpidos–, porque la verdad es que él se negó a establecer listas... les dijo a los alemanes ‘ustedes son más fuertes que nosotros, si nos quieren matar, nos matan, pero yo no les daré nombres. No les diré a quién matar o a quién no’”.
De modo predecible, Lanzmann es desdeñoso con el reporte de la escritora y teórica política Hannah Arendt sobre el juicio de Eichmann y su frase “la banalidad del mal”, que desde entonces se convirtió en cliché. “¿La banalidad del mal? Es la frase más estúpida que haya escuchado nunca”, se enoja. “La banalidad del mal es la banalidad de las mismas conclusiones de la señora Arendt. Eso es todo. No tiene el más mínimo sentido.” A esta altura, Lanzmann está irritado con la entrevista. “No puedo soportar a la gente prejuiciosa”, dice. “Y me parece que usted es prejuicioso. Tengo la sensación de que no ha entendido lo que yo trato de transmitir con esta película.” El realizador (que se describe como “un amigo cercano de Israel”) iguala al cronista con algunos de los judíos israelíes que fueron hostiles con Murmelstein. “Estaban muy equivocados, y voy a decírselo”, dice como avance del viaje que realizará a Israel para presentar el film.
El único problema de este cronista con El último de los injustos, un magnífico, complejo y movilizador documental, es de timing: aparece 40 años después de la entrevista, y 25 años después de la muerte de Murmelstein. Tras la entrevista con Lanzmann, Wolf Murmelstein, hijo del rabino, confirma por mail cuán difícil fue la vida de su padre en Roma. De 1947 a 1949, debió vender lamparitas para sobrevivir. De 1950 a 1973, fue un vendedor de muebles. Cuando murió, en 1989, el Gran Rabino de Roma se negó a darle un funeral judío y recitar el kaddish. Murmelstein quería ir a Israel, pero nunca pudo conseguirlo. Si la entrevista de Lanzmann hubiera sido incluida en Shoah, o si El último... se hubiera estrenado antes, es inconcebible que el Gran Rabino Toaff tratara con ese desprecio a Murmelstein. Tal como señala su hijo, “la demora es lamentable”. Según recuerda Wolf, en 1981 Lanzmann contactó a su padre para decirle que sus entrevistas en Roma aún tenían un “gran rol” en Shoah. Finalmente, no fue el caso. El último de los injustos corrige la historia: la reputación de Murmelstein ha sido restaurada definitiva pero póstumamente.
Cuando se le pregunta a Lanzmann cómo pueden responder a lo que muestra la película los jóvenes que no vieron Shoah, dice: “No me preocupa la nueva generación, ellos entienden. Cuando se estrenó Shoah en Israel, los jóvenes que habían sido criado en el modo sionista de defenderse la entendieron completamente”, señala sobre la idea de obedecer para sobrevivir. “Los únicos que tuvieron problemas frente a Shoah fueron los maestros. ¡Eran estúpidos! Y sepa esto: sucederá lo mismo con El último de los injustos, Los jóvenes la entenderán a la perfección.”
El último de los injustos se verá en el Bafici, el sábado 5, a las 18.10, y el domingo 6, a las 18.05, en el Arte Multiplex Belgrano.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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