Vie 16.05.2014
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CINE › MR. TURNER, DE MIKE LEIGH, Y TIMBUKTU, DE ABDERRAHMANE SISSAKO

Dos títulos para levantar la puntería

El mal trago de la apertura con Grace de Mónaco quedó atrás: la competencia oficial comenzó con las mejores señales, en manos de dos realizadores bien diferentes, pero capaces de expresar encrucijadas dramáticas que van más allá de sus tiempos.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Cannes

Ante la decepción que significó la apertura del miércoles con Grace de Mónaco, fuera de concurso, la competencia oficial se inició ayer con los mejores auspicios, con dos films que no podrían ser más diferentes entre sí, pero que demostraron ser igualmente valiosos: Mr. Turner, del director británico Mike Leigh, ya ganador de la Palma de Oro en 1996 por Secretos y mentiras, y Timbuktu, del mauritano Abderrahmane Sissako. El primero es un film de época, que narra los últimos 25 años de vida del gran pintor inglés J. M. W. Turner (1775-1851), mientras que el segundo se interna en el triste presente de la legendaria ciudad africana, dominada hoy por el integrismo musulmán. Pero ambas, cada una a su manera, son capaces de expresar encrucijadas dramáticas que van más allá de sus tiempos.

El caso de Mike Leigh es verdaderamente curioso. Realizador irregular si los hay, tan difícil de encasillar como de asociar con un estilo determinado e inmediatamente reconocible (salvo por su incondicional troupe de actores, que aparece en todos y cada uno de sus films, empezando por el gran Timothy Spall, aquí a cargo del papel protagónico), el director de un drama tan oscuro como Naked (1993) o Vera Drake (2004) es capaz de desbarrancar en comedias irritantes y banales como Happy-Go-Lucky (2008). Y en el camino entregar también una pequeña joya como Topsy Turvy (2000), donde ya se interesaba por dos de los grandes personajes de la cultura de su país. Si allí habían sido los compositores Arthur Sullivan y William S. Gilbert, aquí Leigh se mete de lleno en la cotidianidad del gran Turner, pintor fuera de norma si los hubo, maestro indiscutido de la luz y precursor romántico del Impresionismo.

Si alguien creía que Leigh iba a sucumbir a la solemnidad, el academicismo formal o a la mera hagiografía del personaje, se equivoca. Sí, es verdad, la fotografía del virtuoso Dick Pope –un colaborador frecuente del director– hace todo lo posible por recrear no sólo el universo visual en el que vivió Turner, sino también por reproducir la luz de sus cuadros, con esa luz nimbada y esos atardeceres incendiados por un sol siempre frío, opaco, angustiante. Pero nada más lejos del Turner de Leigh que el tableaux vivant. El suyo es un film siempre vivo, dinámico, carnal, que hace del pasado un raro presente. “Mi película es sobre las tensiones y contrastes entre este hombre tan mortal y su obra sin tiempo, entre su fragilidad y su fuerza”, declaró Leigh en la conferencia de prensa que siguió a la proyección de la película. “El hombre era excéntrico, anárquico, errático, vulnerable, imperfecto, a la vez egoísta y generoso, pero siempre capaz de una gran poesía.”

Nadie mejor que Timothy Spall, que viene acompañando a Leigh desde La vida es dulce (1990), para encarnar al personaje, en lo que desde ya –a más de una semana del palmarés– se avizora un candidato posible al premio al mejor actor. Sucede que Spall, siguiendo el método habitual de Leigh, que trabaja tanto con el guión como con la improvisación, contribuye de manera determinante a desacralizar a su protagonista y, por lo tanto, también a la película toda. Hay algo brechtiano en el método del director y su actor, como si pudieran estar al mismo tiempo adentro y afuera de la película, comprendiendo los conflictos internos de Turner, pero también riéndose un poco de la extravagancia esencial del personaje, un hombre tan tempestuoso como los naufragios que solía volcar sobre sus lienzos.

En el otro extremo del arco expresivo, Timbuktu vuelve a poner en primer plano a quien es, sin duda, el gran director contemporáneo del cine africano, Abderrahmane Sissako. Bien conocido por los seguidores del Bafici, donde Esperando la felicidad (2002) se llevó el premio a la mejor película de la competencia internacional y Bamako (2006) fue el impactante film de apertura, Sissako presenta ahora un retrato coral de Timbuktu, una de las principales ciudades de Mali, bajo la tutela de una temible “policía islámica”. Armados hasta los dientes y recorriendo las calles en patrullas de infantería o en motos, estos improvisados guardianes del Islam, sin otro conocimiento religioso que unas torpes consignas aprendidas de memoria, se ocupan de que las mujeres no sólo lleven velo, sino también que se cubran las manos con guantes, aunque esto les impida desempeñarse en sus labores. Las prohibiciones están a la orden del día y todas tienen que ver con los placeres más simples: no se puede cantar, ni jugar al fútbol y, por extensión, ni siquiera reírse.

Y ni hablar del adulterio, que se castiga con una muerte horrible, por lapidación. El solo hecho de que una pareja tenga hijos sin estar formalmente casados puede llevar a la pena capital, luego de una sentencia tan absurda como sumaria. Y así como en Bamako el director llevaba a juicio oral y público al mundo occidental por su desconocimiento, desprecio y expoliación del pueblo africano, aquí Sissako –con su estilo sereno, bello, siempre pacífico– se vuelve implacable con sus propios coterráneos, a quienes no les perdona que sometan y asesinen a su propia gente, como por otra parte está sucediendo ahora en Nigeria con el caso de los centenares de niñas y adolescentes secuestradas y esclavizadas. Los grandes artistas suelen adelantarse a su tiempo, y Sissako no necesitó leer los últimos titulares de los diarios para dar cuenta de la tragedia que atraviesa su continente.

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