Sáb 17.05.2014
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CINE › UN FILM NOTABLE, QUE SE OFRECE COMO LITURGIA PARA CONJURAR EL OLVIDO

El arte de esculpir el tiempo

La película de Cozarinsky se sostiene en la ilusión de cerrar desde el presente puertas que el tiempo dejó abiertas. El autor va tras los pasos de su padre, al que siente no haber conocido bien. En el camino tal vez se “conforme” con conocer más de sí mismo.

› Por Juan Pablo Cinelli

Cuando emprendas tu viaje a Itaca / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias.” Con estos versos comienza Itaca, uno de los poemas más conocidos del griego Constantin Kavafis. En ellos también parece resumirse el espíritu de Carta a un padre, último trabajo de Edgardo Cozarinsky, en el que el autor va tras los pasos de su padre al que siente (y lamenta) no haber conocido bien. En el poema, la mítica isla es a la vez un pasado y un destino deseado y manifiesto para un protagonista obvio que el poeta no necesita mencionar. Lo mismo hace Cozarinsky: “Viví 30 años en París, viajé mucho, pero no conozco Entre Ríos”, es lo primero que dice la voz del director, dejando claro cuál es la Itaca de Carta a un padre.

Como ocurre en otros documentales de búsqueda doméstica, en los que los protagonistas demandan de ciertas figuras fuertes del entorno familiar respuestas que no necesariamente tendrán, Carta a un padre se sostiene en la ilusión de cerrar desde el presente algunas puertas que el tiempo dejó abiertas. El cine, de quien oportunamente se ha dicho que es “el arte de esculpir el tiempo”, se ofrece entonces como herramienta ideal para semejante empresa; y Cozarinsky, que también es escritor, encuentra en la palabra el complemento perfecto para llevarla adelante. Con ellas construye la que tal vez sea la mejor sinopsis de su película: “Mi padre murió cuando yo tenía 20 años. Me quedaron tantas preguntas por hacerle. Pero las cosas que entonces no me interesaban son las únicas que hoy me interesan”. En busca de esas respuestas comienza la travesía.

“Me pregunto qué nos lleva a conservar cosas que sabemos destinadas a desaparecer”, dice mientras ofrece un desfile que incluye fotos y postales, un cuchillo ritual japonés, algunas cartas. Objetos que son parte de una liturgia destinada a conjurar el olvido. Curiosamente, la misma idea también aparece como disparador del primer libro de relatos de Cozarinsky, Vudú urbano (1984), en donde un viejo pasaje de avión amontonado en una caja repleta de recuerdos funciona como ticket de regreso hacia un pasado que debe y necesita ser revisitado. Como si se tratara de un banco de memoria, esos objetos acumulados son también el puerto de partida de Carta a un padre. A través de ellos Cozarinsky reconstruye la llegada a Entre Ríos de su familia en 1895, proveniente de Ucrania; la decisión de su padre de dejar la provincia para ingresar a la Armada y embarcarse, recorriendo a la inversa el camino de sus padres; e incluso su propio viaje a Entre Ríos, que es el eje de la película, volviendo él también sobre los pasos del suyo.

Entre tantos objetos fantasmales, la figura del director es apenas un perfil fugaz en la ventana de un auto; la sombra sobre un camino de tierra; unas manos que entran a cuadro como pidiendo permiso, para mostrar ese cuchillo o esas fotos. Una voz que frente a la tumba de su abuelo lee la carta que éste le escribió a su hijo, escena en la que las tres generaciones se reúnen con el cine como médium. Palabra e imagen son dos universos que, como se ve, se encuentran enlazados en la obra de Cozarinsky. Por eso no parece casual que el tema de la búsqueda paterna aparezca en un film urdido poco después de publicar La tercera mañana, una de sus últimas novelas, en cuyas páginas finales el protagonista cree ver concretado su deseo de ser padre. ¿Realmente esta búsqueda de hijo estará alimentada por la idea de la propia paternidad que emergía en el final de esa novela de 2010? La película no responde la pregunta, pero la tensión entre cine y literatura que el mismo director propone cuando se declara un habitante de ambos mundos permite conjeturar que a una empresa de tan íntimo linaje sólo pueda corresponderle un motor de índole y peso simbólico similar.

Nieto de un hombre que atravesó medio planeta en barco en busca de la Tierra Prometida del Barón Hirsch; hijo de un marino que casi dio la vuelta al mundo detrás de vaya a saber qué misterio. El mismo, viajero infatigable, no es raro que Cozarinsky reitere el itinerario de otro navegante aventurero, Odiseo, ambos regresando en busca de un paraíso familiar que el tiempo ha borroneado. “Si al volver la encuentras pobre, Itaca no te ha engañado. / Así, sabio como te has hecho, con tanta experiencia, / entenderás qué significan las Itacas.” Los últimos versos del poema de Kavafis y el final de la película dialogan otra vez. “Llego al final del viaje con las preguntas intactas”, dice el director a poco de cerrar el recorrido que lo llevó a la deriva por las veladas aguas de un pasado propio pero ignorado, al que las certezas no alcanzan a iluminar del todo. Como si acá también gobernaran las leyes del policial, en Carta a un padre el protagonista está condenado a no resolver el misterio y conformarse sólo con descubrir en el camino algo acerca de sí mismo.

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