CINE › SE PRESENTO WINTER SLEEP, DEL GRAN DIRECTOR TURCO NURI BILGE CEYLAN
El realizador de Nubes de mayo vuelve a mostrar su mejor altura con una película exigente, protagonizada por un despótico actor retirado en un agreste paisaje natural. Por el contrario, el canadiense Atom Egoyan volvió a decepcionar con Captives.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Por más que el azul del Mediterráneo esté siempre allí para templar los ánimos, el Festival de Cannes no tiene la vida fácil en esta edición. Piquetes de taxistas en el aeropuerto de Niza, huelga de ómnibus en la Costa Azul, demoras en los vuelos de Air France que dejaron varados a cientos de festivaliers y hasta una manifestación de bomberos en la mismísima puerta del Palais des Festivals fueron parte, en las últimas horas, de la realidad que intentó colarse por la ventana de la gran fiesta del cine. Pero el “bunker” –como suele denominarse despectivamente al enorme edificio del Palais– es inexpugnable a la vida cotidiana, por convulsionada que ésta sea, y el festival entró ayer en su tercera jornada con una obra mayor, tan exigente como valiosa: Winter Sleep, del gran director turco Nuri Bilge Ceylan.
Auténtico favorito del festival, donde ha presentado casi toda su obra desde Koza (1995), su primer cortometraje, Ceylan es el recordado director de Nubes de mayo (1999) y Lejano (2003), por la que obtuvo aquí en Cannes el Grand Prix del Jurado. Después de esas dos cumbres, el director turco había caído en un regodeo formal que lo alejaba de cuestiones de fondo, como sucedía en Climas (2006) y Tres monos (2008), todas estrenadas aquí en la Croisette y conocidas también en Buenos Aires. Pero en 2011, Ceylan regresó en su mejor forma con Erase una vez en Anatolia, un impresionante policial metafísico que le valió aquí mismo el premio a la mejor dirección. Y ahora ratifica una vez más su talento con esta película de cámara de casi tres horas y media de duración, cuyo título parece remitir al Cuento de invierno de Shakespeare, un film que por momentos tiene todo el sonido y la furia del Bardo, pero en el cual sin embargo termina prevaleciendo la más profunda melancolía chejoviana.
Las referencias teatrales no son antojadizas. El protagonista de Winter Sleep, Aydin, es un actor retirado en un doble sentido, no sólo de los escenarios sino también del mundo circundante. Se ha aislado en un asombroso hotel enclavado en las montañas de Anatolia, que recibió como herencia de su padre. Recluido en su estudio, rodeado de libros y afiches de sus participaciones teatrales (en Calígula de Camus y Antonio y Cleopatra, de Shakespeare), dice estar empeñado en una tarea ciclópea, que nadie ha emprendido en su país y que él se jacta de estar en condiciones de llevar a cabo: escribir la historia del teatro turco. Pero mientras demora una y otra vez ese emprendimiento, se comporta casi como un siniestro Ricardo III con todos aquellos que lo rodean, ya sean los pauperizados inquilinos de sus tierras, su hermana triste, solitaria y divorciada, y muy especialmente con Nihal, su joven esposa, sometida bajo la sombra de ese hombre tan inteligente como intratable, a quien ella no duda en calificar, en su propia cara, con toda serenidad, de “egoísta, despreciable, cínico”.
Si en los films anteriores Ceylan había demostrado un apabullante virtuosismo visual, ahora en Winter Sleep se revela como un consagrado dramaturgo, con algún momento en particular –sobre todo una prolongadísima, desgarradora escena entre marido y mujer (extraordinarios Haluk Bilginer y Melisa Sözen)– que trae a la memoria al mejor Bergman. Esto no le impide a Ceylan volver a usar magníficamente el paisaje como elemento dramático, con la nieve acumulándose sobre el hotel y las montañas como el pesado manto que va agobiando paulatinamente a sus personajes. Pero lo que cuenta en la película son, en verdad, las escenas de interiores, iluminadas apenas por alguna lámpara mortecina o el crepitar de una estufa a leños. Se trata, en rigor, de una suerte de oscura sonata musical, hecha de dúos o tríos de personajes, cada uno aportando su propia voz a este estupendo concierto que parece tener como temas la vanidad, la culpa y la mala conciencia.
Ante una película tan potente y rigurosa queda aún más desfavorecida Captives, la nueva realización de otro director favorito de Cannes, el canadiense Atom Egoyan, también presentada ayer en la Competencia Oficial. De hecho, no se entiende cómo el festival nunca termina de soltarle la mano a un director que no ha sido capaz de presentar una película al menos decente en los tres últimos lustros. Se diría que Egoyan sigue viviendo del recuerdo de El dulce porvenir (1997), la película que aquí en Cannes le valió el Gran Premio del Jurado y en la que ya abusaba de ese tono de duelo permanente que parece su marca registrada.
Un poco a la manera de La sospecha, el infatuado thriller de otro canadiense con más prensa que talento, el québécois Denis Villeneuve, aquí en Captives también desaparece misteriosamente una niña, hay unos padres destrozados por la angustia y la culpa, y unos policías que buscan a ciegas en un mundo ancho y ajeno. Pero a diferencia del film de Villeneuve, que aún en su inmodesta ambición se tomaba la molestia de narrar una historia con cierta lógica narrativa, el de Egoyan en cambio está plagado de absurdos caprichos de guión de todo tipo, de comienzo a fin. Le queda al gran David Cronenberg, que el lunes estrena aquí también en la Competencia Oficial su nueva película, Maps to the Stars, rodada en Hollywood, salvar el honor del cine canadiense.
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