CINE › SOBRE LA MUERTE DE LAUREN BACALL, UNA FIGURA EXTRAORDINARIA DEL CINE DE HOLLYWOOD
Desde su aparición en la gran pantalla, a mediados de los años ’40, la actriz se convirtió en la máxima representación de la chica sexy con cerebro. Junto a Humphrey Bogart o por la suya, Bacall ocupó la escena de tal manera que patentó el apodo The Look.
› Por Horacio Bernades
El firmamento hollywoodense tenía sus jerarquías. Estaban las estrellas rasas (una Jane Wyman, un Victor Mature, un Burt Lancaster incluso), las superestrellas (Sinatra, Bette Davis, Grace Kelly, James Cagney, Jimmy Stewart et al), las míticas (Marlene, la Garbo, Chaplin) y en el estrato semióticamente más alto, los iconos. Un icono no es una simple estrella, es la más acabada encarnación de una o más cualidades, que su presencia repone a cada película. El icono del héroe, John Wayne. La bomba rubia, Marilyn. El nihilista, Robert Mitchum. La mujer fatal: Ava Gardner. El joven en problemas, James Dean. El happy-go-lucky, el tipo que va con una sonrisa cool por la vida: Cary Grant. El duro, Humphrey Bogart. La sofisticación, Audrey Hepburn. El loser, Jack Lemmon. El winner, Dean Martin.
La dama que falleció a los 89 años, Lauren Bacall (pronúnciese Lorin Becol), era la máxima representación de la chica sexy con cerebro, la hiperglamorosa que se puede arremangar si es necesario, la invitación sexual en forma de juego y desafío inteligente. Todo eso quedó plenamente expresado en su debut, a mediados de los años ’40, y se mantuvo más allá de sus avatares cinematográficos, tan cambiantes como los de cualquier actor o actriz. Por una razón muy sencilla: la verdad que transpira un icono está más allá de toda lógica psicológica. Fallecida de un derrame cerebral en la noche del martes (hora argentina), Bacall nació con el nombre Betty Joan Perske, en el Bronx, el 16 de septiembre de 1924. Perske: era tan judía que era prima de Shimon Peres.
El cambio de apellido habrá sido un poco por el antisemitismo de la época (difícilmente una estrella del espectáculo se dejara su apellido original polaco, ruso o judío-alemán), pero también porque el señor Perske abandonó a mujer e hija única. Betty Joan adoptó entonces el de su madre, que trabajaba como secretaria. Muy tempranamente se inició como modelo, accediendo como un rayo a las revistas más categorizadas. Fue en la tapa de Harper’s Bazaar que la descubrió Howard Hawks en los primeros años ’40, un par de años después de que Betty comenzara a tomar clases de actuación, siendo compañerita de Kirk Douglas. Quien, dicho sea de paso, aun bastante mayor, la sobrevive.
Hawks había hecho una apuesta con Ernest Hemingway, con quien solía ir de caza y pesca. “¿Cuál es tu peor novela?”, preguntó. “Tener o no tener”, contestó sin dudar el amante de los toros y las frases cortas. “OK, la voy a filmar y la voy a mejorar”, afirmó Hawks, cuyo ego no estaba tan por debajo del de su amigo. Lo logró, no tanto gracias al argumento (una rutina de “yanqui solitario se convierte en héroe en Cuba, harto de tanta opresión”) como gracias a la pareja protagónica que el realizador de Río Bravo se ocupó de armar. De un lado, Humphrey Bogart, que ya había dejado atrás sus papeles de hampón y estaba en condiciones de dar el héroe romántico. Del otro lado una pibita de 19 años, de ronroreante timbre de contralto, en quien la mirada de halcón de Hawks (hawk quiere decir precisamente eso) descubrió la gatita que era capaz de justamente eso, de mirar de un modo que ninguna actriz lo hacía. Tanto la modeló que hasta le puso nombre: el Lauren es de autoría de Hawks.
Con toda intención y la ayuda del ave de cetrería que le hizo de Pigmalión, lo de Bacall era mirar ladeado o en contrapicado, apuntando ligeramente hacia arriba. Todo con una semisonrisa, complemento perfecto de la semimirada. Esos únicos elementos representaban, en su extrema economía, un desafío erótico de primera agua. Bastó que Lauren se le acercara a Bogey con andar oblicuo de Gatúbela avant la lettre, cigarrillo en mano y las suaves ondas rubias en estado de flotación, para pedirle fuego –en medio de un juego de luces y sombras en blanco y negro que parecía dibujar la red de una araña– para que la pantalla brindara uno de los picos eróticos más altos de todos los tiempos. Todo sin siquiera un beso: eso es la erótica, arte de la no mostración.
Unas escenas más adelante, el trío infernal Hawks-Bogey-Bacall levantaría la apuesta. “Silbame si me necesitás”, le susurra la rubiecita al tipo de rostro aplastado, y él, que hacía de marino remachazo, se queda medio sin saber qué hacer. “¿No sabés silbar?”, vuelve al ataque la gata con faldas, como quien pregunta por otra cosa, algo más íntima, y ahí mismo pone la boquita en punta y silba. Ocho millones de fellatios, sumadas, dan un resultado erótico ocho millones de veces menor que ése. El gran mérito de Tener o no tener es su carácter documental, que el zorro del halcón supo ver o, seguramente, acrecentar. Casi al borde mismo de la pedofilia, la chiquita y el cuarentón se perseguían por los pasillos con tanta malicia como en cámara. O la cámara echaba leña al fuego de ese ardor, lo mismo da. Lo que importa es que todo eso respira (transpira) ante la lente, dejando la trivial anécdota de yanquis heroicos en las costas de Cuba como nota al pie. Hawks había ganado la apuesta: la película era mejor que la novela.
Mientras tanto se había formado una pareja. La pucha si se había formado. Fuera de cámara tendrían que superar primero el pequeño detalle de que Bogey estaba casado (ver recuadro) y luego se constituirían en feliz matrimonio con hijos, hasta la muerte misma del hombre que hablaba mordisqueando. Dos años después de Tener o no tener, Hawks volvió a hacerlos protagonistas, ahora de uno de los hitos del cine negro, Al borde del abismo (The Big Sleep, 1946). Esa en la que ni Raymond Chandler, autor de la novela, tenía idea de quién había cometido un crimen. En Al borde del abismo, Bacall es un tailleur gris y un cachetazo rotundo a su hermana menor, que no podría mantenerse en pie mientras les tiraba onda a Dios y María Santísima. Y la miradita, claro, que llevó a que a esta altura empezara a conocérsela con el sintético apodo publicitario de The Look.
Bacall se reunió dos veces más con su marido (en Senda tenebrosa, 1947, y Huracán de pasiones/Key Largo, 1948), antes de hacer de mujer fatal ante su amigo Kirk Douglas en Young Man With a Horn (1950) y de terciar junto a Marilyn y Betty Grable en la más bien inane Cómo pescar a un millonario (1953). Pero lo que verdaderamente importa en esos años es Palabras al viento, obra maestra absoluta de Douglas Sirk (1956) y Designing Woman, de Vincente Minnelli (1957), filmada mientras Bogart moría de cáncer de garganta. Fue un golpe duro. Bacall prácticamente desapareció del cine, no volvió a hacer nada interesante y tuvo una vida lo suficientemente larga como para recibir toda clase de homenajes, tanto dentro como fuera de la pantalla. Dentro, en la menor The Fan (1981), donde hacía prácticamente de sí misma y, mucho más tarde, en Dogville, de Lars Von Trier (2004), donde era una más de entre un batallón de protagonistas. Fuera de cámara, con el Oscar honorario que recibió en 2009, a los 85. “Al fin un hombre en mis brazos”, dijo en esa ocasión, con una ironía que ya sesenta años atrás se le dibujaba en esa semisonrisa y esa semimirada.
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