CINE › EL BRASILEÑO KLEBER MENDONÇA FILHO PRESENTA SU PELICULA SONIDOS VECINOS
La primera ficción del director pernambucano profundiza en las diferencias de clase de un grupo de personajes de la ciudad de Recife. “Pero lo que prefiero es sugerir, insinuar”, aclara.
› Por Diego Brodersen
Como si la realidad imitara al arte, la conversación electrónica con el realizador brasileño Kleber Mendonça Filho deja escuchar, como telón de fondo sonoro, los gritos de un grupo de chicos jugando a la distancia. En Sonidos vecinos (O som ao redor en el original portugués), su primer largometraje de ficción, los ladridos de un molesto perro, la música a todo volumen de un vendedor de CD piratas o el chirriar de maquinarias cercanas forman parte de la banda de sonido de un film tan inquietante como misterioso. Estrenado en el Festival de Rotterdam hace casi dos años, y luego de su paso por el Bafici, la película encuentra a un puñado de vecinos de un barrio residencial de la ciudad de Recife –donde Mendonça Filho nació y vive actualmente—, atrapados en el devenir de lo cotidiano y una creciente sensación de miedo y paranoia, a la cual se suma una nueva presencia: la de una empresa privada encargada de velar por la seguridad de los vecinos. Ellos son, entre otros, Francisco, un hombre mayor que solía ser el patriarca del barrio; su nieto Joao, joven heredero de un imperio algo descascarado, pero aún poderoso; Bia, ama de casa, esposa y madre de dos chicos algo insatisfecha con su vida; Clodoaldo, cabeza visible de la empresa de seguridad callejera.
Luego de practicar profesionalmente la crítica de cine durante doce años, mientras en paralelo dirigía una serie de cortos, el realizador debutó en el largometraje con un documental cuyo título lo dice todo: Crítico desmenuzaba, con la colaboración de una ingente cantidad de periodistas especializados de todo el mundo, la profesión que estaba por abandonar para pasarse del otro lado del mostrador. “Escribir sobre cine es hermoso y apasionante”, afirma desde su casa en Recife, sentado “a tres metros” del lugar donde se filmó la última escena de Sonidos vecinos. “Pero tuve que abandonarlo porque me quitaba demasiada energía a la hora de escribir el guión de la película.” Mendonça Filho pasó algunos años de la adolescencia en Inglaterra junto a sus padres, pero luego regresó a su ciudad natal, un lugar que conoce muy bien y que evidentemente transforma al film en una obra con más de un elemento personal. “Eso no quiere decir que el film sea personal en el sentido de que tengo una familia parecida a la de Joao y Francisco, pero he conocido mucha gente, amigos cuyas familias eran así.”
–¿Puede verse el film como un mosaico de la sociedad de Recife?
–Recife es una ciudad fascinante, aunque a veces me vuelve loco. Es un lugar con un peculiar sentido de la historia y la cultura. Durante mucho tiempo –diría dos o tres siglos– el estado de Pernambuco fue básicamente una región dedicada a exportar caña de azúcar, una zona de monocultivo con una única idea motora. Creo que eso ha impactado en la manera en que la sociedad piensa y hace las cosas, y eso también se refleja en las relaciones sociales. La esclavitud existió en Brasil hasta 1888 y, de alguna manera, la cultura de los esclavos –particularmente en esta zona– todavía no ha desaparecido. No de manera literal, porque ya no existe, fue abolida. Pero parte del comportamiento cultural, de los detalles que hacen a la sociedad, viene de aquellos tiempos. Es algo con lo que la gente vive y realmente no parece molestarles. Pero cuando esos elementos están en una película se transforman en algo muy evidente, y esa ha sido una de las reacciones más fuertes que el film ha tenido a nivel local. Es cierto que el film es muy localista, pero al mismo tiempo ha tenido una buena repercusión fuera del país, lo cual es sorprendente.
–El pasado siempre vuelve. Tanto el pasado colonial, reflejado en una serie de fotografías al comienzo del film, como los más recientes años de la dictadura militar, a la cual se hace referencia puntual cerca del final.
–La mayoría de las fotografías que abren el film son de los años ‘40, ‘50 y ‘60, aunque mucha gente cree que son de fines del siglo XIX. Por alguna razón muchos realizadores están interesados en el pasado y yo soy uno de ellos. Pero el peligro que acecha es hacer algo superficialmente nostálgico. El pasado es mucho más que eso, más complejo, es un manual fantástico para entender el presente. Lo peligroso, siempre, es caer en el didacticismo, como un maestro de historia; lo contrario es sugerir, inferir. Por supuesto que la película transcurre hoy en día, aunque hay dos secuencias que funcionan casi como expediciones arqueológicas: la primera es aquella en la cual Joao visita la casa de su familia en el campo y lleva a su novia a pasear, a descubrir el lugar. Hay que recordar que esas plantaciones eran como microsociedades, con su propia escuela, su correo, su sala de cine. Un poco después, ella lleva a Joao a la casa en la cual vivió durante su infancia. Y luego está el final, donde alguien dice, fundamentalmente, “no olvidé lo que ocurrió tiempo atrás y estamos aquí para discutir ese pasado”, ese hecho ocurrido en 1984. Que es, oficialmente, el último año de la dictadura brasileña. Muchas de las cosas que ocurrían y siguen ocurriendo en los ambientes rurales de mi país –los conflictos sobre la tierra, por ejemplo– vienen de esa lucha entre la izquierda y la derecha, la reforma agraria y los terratenientes ricos y poderosos que no quieren compartir esa enorme tierra, muchas veces sin cultivar. Creía que todo eso debía estar en la película, pero de una manera sugerida o insinuada.
–Uno de los vértices narrativos más ricos es la interacción entre las distintas clases sociales: los más acaudalados, la clase trabajadora y también esa clase media que Brasil parece compartir con Argentina, representada por el personaje de Bia y su familia.
–Las películas, especialmente las muy comerciales, tienen un sistema muy claro de identificación de clases sociales. En Brasil, en particular en las telenovelas, cuanto más clara sea la piel posiblemente más rico sea el personaje. Y viceversa: cuando más oscura, especialmente si eres negro, más pobre. La familia de Bia, integrada por ella, su esposo y sus dos hijos, confundió a algunas personas, particularmente extranjeras. Bia es mulata, definitivamente no es negra, pero tampoco puede ser vista como la típica mujer blanca de clase alta. Se aprende mucho gracias a las lecturas que hacen de tu película y algunos críticos han escrito cosas muy profundas al respecto. Alguien escribió que, de acuerdo con la historia brasileña, Francisco se corresponde con la figura del amo de la plantación y su nieto sería el príncipe abolicionista. En tanto, los hombres de vigilancia serían los matones de la plantación, los que usan la violencia para proteger los intereses del amo. Finalmente, Bia sería lo que en Brasil llamamos una “escrava emancipada”, representante de aquellos esclavos que, previamente a la abolición total de 1888, eran liberados y ganaban la ciudadanía. Nunca había pensado en ello y creo que es una lectura brillante. En cuanto al Brasil actual, diría que ella representa a la clase media-media, ni baja ni alta, que creo es muy similar a la de Argentina.
–Hay una sensación de malestar que recorre el film de principio a fin...
–Es difícil de explicar, pero creo que esa sensación de malestar está dada, fundamentalmente, por una cuestión de estilo: tiene que ver con el uso de la cámara, que está siempre un poco descentrada. Parece que eso, sumado a un efecto de acumulación, genera cierta tensión o ansiedad cuando se ve el film. En realidad, la película es sobre el aislamiento y el miedo. La gente está aislada por objetos y paredes, por cercas y divisiones. La decisión de filmar en pantalla ancha y no en un formato 1.85 tenía que ver con esas líneas arquitectónicas y de ubicación de los objetos. Luego está el tema de los miedos: en Recife la gente no sale a la calle de noche porque lo consideran peligroso –aunque personalmente no creo que sea tan así–, lo cual genera una suerte de histeria colectiva. Pero, ¿qué pasaría si todo el mundo estuviera en la calle? Hay una escena nocturna en la cual un auto se detiene varias veces y la gente de seguridad comienza a ponerse nerviosa. Eso está basado en algo que me ocurrió hace un tiempo: llegué a casa tarde una noche y, justo en ese momento, apareció un auto que se detuvo de manera sospechosa delante de mí. ¡Mierda! Inmediatamente, una mujer se bajó del auto y vomitó en la calle; claramente venía de un casamiento o de una fiesta de graduación. Pero el miedo que sentí fue real, producto de la paranoia. Sonidos vecinos es, en el fondo, una suma de invasiones. Invasiones cotidianas, a pequeña escala: al comienzo la pareja desnuda tiene que correr porque, de otra forma, sería vista por la criada; el perro ladrando es otro tipo de invasión, sonora en este caso; la pareja que utiliza la casa vacía para tener sexo; la escena onírica, que remite a una de las pesadillas sociales más fuertes en la sociedad brasileña, algo que llamamos arrastao. Esa palabra podría definirse, básicamente, como un grupo de gente (siempre negra) entrando masivamente en una casa. La palabra es muy racista y arrastra mucha tensión racial y prejuicio. Esa escena fue planteada como si se tratara de un thriller, casi como en una película de John Carpenter, a quien, por otro lado, adoro como cineasta.
–¿Estuvo presente desde un primer momento la idea de relato coral, con muchos personajes y subtramas?
–A partir de Ciudad de ángeles, de Robert Altman, cierta clase de películas corales se convirtieron en algo común, llegando a su piso con Crash-Vidas cruzadas, de Paul Haggis. Incluso Magnolia, que creo tiene momentos muy potentes, nunca terminó de convencerme. Cuando me di cuenta de que Sonidos vecinos iba a tener muchos personajes empecé a preocuparme, porque definitivamente no quería que fuera otra de esas películas. Creo haberlo logrado gracias a una restricción geográfica: todas las historias tienen lugar en una única cuadra de una calle; de esa forma, las historias se relacionan de una manera natural.
–La mezcla de sonido es de radical importancia, a tal punto que se transforma en una parte del relato y de la estética del film.
–Desde la escritura del guión sabíamos que la película no tendría música incidental. El cine ha acostumbrado al público a reaccionar ante la música y al eliminarla por completo tengo la impresión de que la gente no sabe cómo reaccionar. La idea fue buscar algo que reemplazara la falta de música y optamos por una mezcla de sonidos y ruidos que fue realizada de una manera muy meticulosa en momentos particulares del film. Hay algo hiperrealista en el sonido que –estoy convencido– funciona mejor que si hubiéramos usados los clásicos chelos y violines.
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