CINE › MUJER LOBO, TERROR NAC & POP SEGUN LA DIRECTORA TAMAE GARATEGUY
› Por Diego Brodersen
El terror nac & pop sigue engrosando sus filas, aunque el segundo largo en solitario de Tamae Garateguy (directora de Pompeya y una de las chicas Upa!) está tan cerca del film de horror como del policial y el thriller erótico. Desde un punto de vista cinéfilo, las referencias que pueden hallarse en Mujer lobo, sin que sea necesario escarbar demasiado, van desde la mujer pantera de Tourneur hasta la muchacha caníbal de Trouble Every Day, sin olvidar el juego actoral del Buñuel de Ese oscuro objeto del deseo, reconvertido aquí a un clásico del psicoanálisis cinematográfico, la personalidad dividida. O bien a la mitología: la mujer como monstruo devora hombres, la mujer como amante, la mujer como vórtice del deseo erótico. La lobisona del título es una y tres al mismo tiempo, cortesía de las actrices Mónica Lairana, Guadalupe Docampo y Luján Ariza; dependiendo de qué hombre la esté observando, será rubia o morocha, más o menos angelical, más o menos madura, más o menos joven, más o menos curvilínea, más o menos agresiva sexualmente. Y el sexo aquí es, huelga decirlo, primordial. Tanto como la muerte.
La(s) protagonista(s) son cazadoras, tres Keres en busca de hombres a quienes poseer/destruir, apresados usualmente en el recorrido del subterráneo. Ese submundo y la nocturnidad son los ámbitos ideales para llevar a cabo la faena, rodada en un blanco y negro con reminiscencias noir, que no hacen más que acentuarse cuando Amanda/ María/ Lourdes se topa con su némesis, un detective encargado de resolver los asesinatos que han comenzado a apilarse (Edgardo Castro). La realizadora filma las escenas de sexo (que son varias y diversas, en más de un sentido) sin vergüenza ni falso decoro, con una mezcla en partes iguales de realismo y estilización, paradoja que se resuelve tensando el límite y soltando la soga a tiempo. Eso las aleja del convencional softcore de tevé por cable, al tiempo que las erige como campo ideal para la aparición de la violencia y la muerte. En esos instantes, ciertos fluidos son reemplazados por otros más oscuros y viscosos: no se verá en cámara la muerte de la segunda víctima, el rockero interpretado por Guillermo Pfenning, pero baste decir que el acto metafórico de devorar se convierte, sin solución de continuidad, en literal.
No es fácil hacer cine así en nuestro país, particularmente con presupuestos reducidos y el estigma de film de nicho tatuado en la frente. Mucho menos cuando se intenta escapar –al menos, en parte– de los usos y costumbres para la tribuna. Como si imitara la escisión de su protagonista, el film de Garateguy es más estimulante cuando transita el camino de la abstracción: las calles del centro de Buenos Aires de noche, fotografía y encuadre mediantes, adoptan matices casi fantasmales; ciertas ambigüedades del relato, que nunca se abandona a lo explícito para pisar el más resbaloso territorio del fantástico. Mucho menos interesante resulta cuando intenta acomodarse en los márgenes de un contexto narrativo más clásico: las escenas con el detective García y su asistente, la subtrama del vecino y el perrito, el improbable origen de esa “sustancia muy compleja” que hace las veces de elixir de la muerte.
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