CINE › CAVALO DINHEIRO, DE PEDRO COSTA, UNA DE LAS CUMBRES DEL FESTIVAL DE TORONTO
Fiel a su mundo, la nueva película del gran director portugués vuelve una vez más sobre los inmigrantes caboverdianos sobrevivientes del barrio lisboeta ya desaparecido de Fontainhas y consigue un film de una rara, inquietante belleza.
› Por Luciano Monteagudo
Página/12 En Canadá
Desde Toronto
En la nueva edición del monumental Toronto International Film Festival (TIFF), que comenzó el jueves pasado, hay casi 400 películas, entre cortos y largometrajes, entre superproducciones de Hollywood y pequeños films independientes de todo el mundo. Pero si en ese enorme conjunto hay una obra destinada a atravesar la prueba del tiempo y a perdurar más allá de la coyuntura siempre fugaz de los festivales, ésa es Cavalo Dinheiro, la nueva maravilla del director portugués Pedro Costa (Lisboa, 1959), sin duda uno de los pocos, auténticos grandes cineastas de las últimas dos décadas.
Descubierto en la Argentina gracias a la retrospectiva que, en plena crisis, le dedicó el Bafici 2002, Costa –que reconoce como sus maestros a Jean-Luc Godard, John Ford y la pareja Straub-Huillet– viene construyendo desde hace años, con el rigor y la paciencia de un orfebre, un cuerpo de obra único en el cine contemporáneo, donde cada nueva película parece ir imbricándose en la anterior para, a su vez, dar otro gran paso hacia adelante. Y Cavalo Dinheiro –ganadora del premio al mejor director en el Festival de Locarno, tres semanas atrás– no hace sino confirmar la estatura de su cine, de una singularidad absoluta, que no responde a nada que no sean sus propias necesidades expresivas. Y la de sus personajes, habitantes del proletario barrio lisboeta de Fontainhas, hoy ya desaparecido, inmigrantes caboverdianos a quienes viene acompañando fielmente en su diáspora desde hace más de tres lustros.
En Fontainhas –cuando todavía existía, antes de ser arrasado por las topadoras de un progreso ciego e indiferente– nació Ossos (1997), su revelación internacional, una película que sorprendió no sólo por su dureza y su ascetismo sino también por la manera en que el cineasta era capaz de internarse en la miseria sin convertirla en un espectáculo. Por el contrario, tal como lo vino a demostrar luego No quarto da Vanda (2000), donde Vanda Duarte pasó de ser un personaje secundario en Ossos a convertirse en protagonista, Costa demostró que, aboliendo las fronteras entre la ficción y el documental, era capaz de reconstruir los lazos del cine con la realidad y crear una experiencia nueva, hipnótica, trascendente.
Con el mismo procedimiento, tan lírico como áspero, en la extraordinaria Juventude em marcha (2006) Costa retrató el deambular de Ventura, un veterano albañil negro que, como una suerte de rey en el exilio, no podía sobreponerse a la destrucción de lo que había sido su mundo, Fontainhas, y erraba como un fantasma por un triste edificio de departamentos aséptico, blanco y vacío, provisto por el Estado, que con ese gesto paternalista erosionaba la memoria de todo un pueblo.
Y Ventura vuelve a ser ahora la figura central, pero no excluyente, de Cavalo Dinheiro, un nuevo capítulo de la saga que Costa le viene dedicando a los sobrevivientes de Fontainhas y que aquí alcanza una de las cumbres de su cine, con un film de una rara, inquietante, seca belleza, como sólo el director portugués es capaz de conseguir. Desaparecido hace tiempo el lugar de pertenencia de la inmigración caboverdiana, Ventura aquí ya no vaga por un espacio que no siente propio, como en Juventude em marcha, sino por una suerte de Hades: las salas y pasillos abandonados de lo que parece un hospital neuropsiquiátrico. Es un mundo fuera del mundo, hecho de sombras, de silencios, de susurros, donde Ventura –que no puede detener el temblor de sus manos, que parecen expresar el de su alma– se cruza con quienes quizá sean apenas fantasmas, figuras familiares, materializaciones de sus afectos y memorias, casi zombis, como escapados de algún film de Jacques Tourneur.
Ventura a la vez se sabe joven y viejo, vive al mismo tiempo en el pasado y en el presente, recuerda con orgullo que ha construido con sus propias manos escuelas, casas, bancos... “¿Para quiénes?”, le suspira una voz que quizá también sea la suya. Su mirada, siempre triste, se ilumina sin embargo cuando piensa en quien fue su mujer, Zulmira, allá en Cabo Verde, donde tenía un caballo llamado Dinheiro. Y consigue algo de consuelo en su fantasmático encuentro con Ventolina, la viuda de un amigo y compañero, que recorre los mismos pasillos que trajina Ventura, pero ella en busca de una improbable pensión. Es la imponente Ventolina (a quien Pedro Costa ya ha adelantado que le dedicará su próxima película) quien logra calmar el temblor de Ventura con sus caricias, mientras elogia la belleza de sus manos, curtidas por toda una vida de trabajo.
“Eso es algo que me parece que le falta al cine de hoy: trabajo”, declaró Costa en Locarno, hace unas semanas. “Una película hay que construirla como trabajaba Ventura, ladrillo a ladrillo, para conseguir una verdad emocional más intensa que la de la vida real. Yo soy muy afortunado de poder trabajar a partir del guión que escriben mis actores, que son también mis personajes. Pero hay muchas cosas que yo mismo no entiendo de mi película, que para mí también son un misterio. En todo caso, hago lo que me parece que tengo que hacer. Y sé que uno es prisionero del presente, que uno muere en el presente. Y que un film es siempre tiempo presente, siempre es hoy, ahora.”
En ese extraño presente continuo de Cavalo Dinheiro es crucial una secuencia de casi media hora, un diálogo íntimo, secreto que Ventura establece con un soldado (o la estatua de un soldado) de la llamada “Revolución de los Claveles”, que el 25 de abril de 1974 liberó a Portugal de casi medio siglo de dictadura salazarista. Una revolución que, sin embargo, ignoró la existencia de los inmigrantes provenientes de las viejas colonias, y que en algunos casos hasta los persiguió. “Eran los soldados de la libertad, y nos mataban”, asegura Ventura sin rencor, como quien apenas consigna un dato de la realidad.
Con un prólogo hecho de una sucesión silenciosa de fotografías de Jacob Riis (1849-1914), el danés radicado en los Estados Unidos que con sus placas documentó y ayudó a los inmigrantes empobrecidos del Lower East Side neoyorquino, los principales sujetos de sus obras, Cavalo Dinheiro es, esencialmente, un film sobre la dignidad. Que por momentos sus imágenes logren remitir tanto a la épica del cine de los clásicos soviéticos como a la belleza de los claroscuros de la pintura flamenca no tiene que ver con un sistema explícito de citas sino, más bien, con una herencia cultural que el cine de Pedro Costa destila y hace naturalmente suya, para terminar constituyendo una obra tan propia como original, de esas que dejan huella.
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