Vie 19.09.2014
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CINE › DANIEL ESPINOZA GARCIA PRESENTA SU DOCUMENTAL LAS ASPAS DEL MOLINO

Instrucciones para habitar una leyenda

El realizador chileno llegó a Buenos Aires como estudiante de cine y sólo pudo encontrar alojamiento en los altos de la legendaria Confitería del Molino. “No me creían que se podía vivir allí, pensaban que era un okupa”, dice Espinoza García.

› Por Oscar Ranzani

La histórica Confitería del Molino, ubicada en pleno corazón del barrio de Congreso es, a pesar de su estado de abandono, uno de los mayores símbolos edilicios porteños. Primero situada en Rivadavia y Rodríguez Peña, la confitería comenzó a funcionar en la actual intersección de Rivadavia y Callao en 1917 y adoptó el nombre porque cerca del edificio estaba el negocio del Molino Lorea, el primer molino harinero instalado en Buenos Aires. Pasó penurias, claro. Por ejemplo, el comercio fue incendiado durante el golpe de Estado de 1930 y luego reconstruido. Y en la década del ’90 comenzaron sus mayores problemas: a pesar de que el sitio fue declarado por aquel entonces Area de Protección Histórica de la Ciudad de Buenos Aires, el 24 de enero de 1997 la Confitería del Molino cerró sus puertas. Después de muchos intentos, la ley de expropiación del edificio es casi un hecho: tiene media sanción de la Cámara de Senadores y hace un par de semanas se votó en comisiones en Diputados y sólo resta el voto de los legisladores que, prácticamente, está asegurada la sanción de la ley.

Esta historia la investigó Daniel Espinoza García, un estudiante chileno que en 2007 vino a Buenos Aires para estudiar cine y terminó viviendo dos años en los departamentos del edificio del Molino. Como consecuencia realizó el documental Las aspas del Molino, que se estrenó ayer en el cine Gaumont. A diferencia de lo que puede suponerse, el film no está centrado en el relato histórico del edificio del Molino, sino que aborda la historia de un grupo de estudiantes chilenos que tuvieron que padecer las dificultades para alquilar esos departamentos en manos de dueños que no eran claros con los contratos de alquiler. De este modo, Las aspas del Molino indaga en cómo vive un extranjero las políticas habitacionales de la ciudad de Buenos Aires y los problemas que acarrea habitar un edificio abandonado al que le faltan las condiciones mínimas de higiene y seguridad.

Pero Espinoza García no se quedó solamente con la experiencia estudiantil y sacó la cámara a la calle para preguntarles a los vecinos de Buenos Aires sus opiniones sobre este icono porteño abandonado, con posturas muy diversas. Y si de icono porteño se trata, nada mejor que el filósofo Esteban Ierardo para hablar del tema. Es que el film combina el relato de una realidad concreta con el análisis intelectual de este filósofo y también de los arquitectos Rodolfo Livingston y Luis Grossman, además del testimonio del senador Samuel Cabanchik.

El departamento del edificio del Molino “tenía mucho espacio y lo bueno que tenía era que un estudiante que venía del extranjero podía alquilar ahí porque en otra parte no lo hubiera logrado”, cuenta Espinoza García. Cuando conoció la cotidianidad de la Ciudad, a este estudiante chileno le llamaba la atención que los compañeros del Cievyc, donde estudiaba, o cualquier persona que se cruzaba, cuando él les comentaba que vivía en un departamento del Molino, inmediatamente le decían: “¿En la confitería? No puede ser”. El joven, que hoy tiene 28 años, les respondía: “Vivo arriba, no en la confitería pero sí en el edificio de arriba”. Y los que le creían, le decía: “Ah bueno, sos un okupa”. Y Espinoza García tenía que aclarar que pagaba el alquiler. Hasta que el estudiante chileno se dio cuenta de que “algo había ahí”. “Y entonces, comenzó a tomar forma la idea del documental para indagar qué pasaba con ese lugar, por qué la gente no me creía, qué pasaba en esa confitería que la gente hablaba de la misma con nostalgia”, relata Espinoza García.

–¿Por qué antes que hacer un documental sobre la historia del edificio buscó establecer otros tópicos como, por ejemplo, las problemáticas habitacionales?

–En un momento encaré la idea de hacer un trabajo documental sobre el edificio, pero no me interesaba contar la historia de un lugar que, en realidad, no tiene mucho que ver conmigo. ¿Cómo yo voy a venir a contarle a usted la historia de un lugar que está en su casa? Entonces, tomé por el lado de contar lo que yo veía del edificio, cómo yo vivía en el departamento con la gente que vine. Inevitablemente, eso llevaba al fenómeno de los alquileres en Buenos Aires, sobre todo para estudiantes jóvenes que no conocen a nadie aquí que les pueda prestar una garantía. Hay que tener en cuenta que hablamos de estudiantes latinoamericanos. Por ahí, un europeo no da tantas vueltas y se mete en un hostel o paga un departamento de manera temporaria. Nosotros éramos más ratas en ese sentido. Buscábamos un alquiler para pagar mensualmente un dinero que estuviera más o menos en el mercado.

–¿Por eso lo planteó desde la propia experiencia suya y las de sus compañeros?

–Claro, porque eso era lo que no-sotros vivíamos en el edificio. Quizá hay un poquito de reseña histórica del edificio del que estamos hablando porque era necesario contextualizar. Pero la idea principal era contar lo que sucedía en ese momento, el hoy en día del Molino, las condiciones en las que se encuentra, con sus condiciones de deterioro y de alquileres poco convencionales.

–¿Cómo notó la visión de los vecinos de Buenos Aires sobre este lugar que es considerado un símbolo porteño?

–Eso fue lo que despertó mi duda, porque percibía una nostalgia sobre un pasado que fue mejor. Y lo viven como algo que les quitaron, que les arrebataron. Noté que hay mucho dolor con eso.

–¿Cómo observó a partir del caso puntual del Molino la conservación del patrimonio arquitectónico de la ciudad de Buenos Aires?

–Me parece que no es un problema solamente de Buenos Aires. El tema de la conservación tiene que ver, en general, con un tema cultural. Y el principal problema es quién financia la cultura. Efectivamente, para restaurar un edificio se necesita mucha plata. Entonces, ¿quién pone la plata?, ¿de dónde viene? El problema que tuvo El Molino fue que se quedó como en un limbo, porque el dueño no quería poner la plata porque tenía miedo de que se lo expropiaran, el Gobierno de la Ciudad tampoco lo quería expropiar porque había que poner demasiada plata. El problema de la conservación tiene que ver con lo que decía recién: ¿Desde dónde se financia? Y eso, al final, es una decisión que tiene que tomar un Estado y decir: “La cultura es parte importante de la sociedad y por eso hay que invertir en ella”.

–¿Cómo vive el hecho de que la expropiación del Molino está casi asegurada, ya que fue votada por la Cámara de Senadores y todo se encamina hacia el voto positivo en Diputados?

–Lo vivo con mucha alegría porque cuando yo llegué al edificio la confitería ya llevaba cerrada diez años. Mientras pasaba el tiempo en ese lugar iba descubriendo detalles nuevos y me empecé a obsesionar con el espacio. Para mí, la idea de la confitería fue como algo oculto. Hay muy poco material fotográfico. Yo tengo una obsesión con esa confitería y un día de mi vida me encantaría poder tomarme un café ahí adentro. Entonces, evidentemente, estoy contento porque quizá en un par de años eso pueda ser posible.

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